La naturaleza se vale del placer y del dolor para que hagamos cosas en su favor (comer, descansar, beber, fornicar, descargar energías excesivas).
Cual el patético y autoproclamado líder que se ubica adelante de la turba descontrolada para creerse que es él quien los exacerba y conduce, los seres humanos hacemos cosas que en realidad están guiadas y estimuladas por la naturaleza.
Comemos ciertos alimentos creyendo que organizamos nuestra dieta (cuando en realidad ingerimos lo que nos pide el cuerpo), descansamos en un colchón anatómico y ergonómico cuando lo único que exige la naturaleza es que durmamos (aunque sea sentados), bebemos dos litros de agua por día cuando en la realidad la naturaleza expulsa toda la innecesaria como si fuera un vaso que se desborda, y así con todas y cada una de nuestras «decisiones».
Detrás de este infantil deseo de protagonismo tenemos al omnipresente miedo a la muerte. Como no podemos tolerar que ésta aparezca cuando se le ocurra a ella, hacemos toda una aparatosa mímica para poder creernos que la estamos controlando.
Así funciona nuestra ingenua inteligencia. Si será ingenua que nos creemos inteligentes. Incluyéndome, por supuesto.
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