martes, 4 de junio de 2013

¿Para qué sirve la vida?



 
¡Un hombre al mar!

¡Qué importa! El buque no se detiene por eso. El viento sopla; el barco tiene una senda trazada, que debe recorrer necesariamente.

El hombre desaparece y vuelve a aparecer; se sumerge y sube a la superficie; llama; tiende los brazos, pero no es oído: la nave, temblando al impulso del huracán, continúa sus maniobras; los marineros y los pasajeros no ven al hombre su­mergido; su miserable cabeza no es más que un punto en la inmensidad de las olas.

Sus gritos desesperados resuenan en las pro­fundidades. Observa aquel espectro de una vela que se aleja. La mira, la mira desesperado. Pero la vela se aleja, decrece, desaparece. Allí estaba él: hacía un momento, formaba parte de la tripula­ción, iba y venía por el puente con los demás, tenía su parte de aire y de sol; estaba vivo. Pero ¿qué ha sucedido? Resbaló; cayó. Todo ha termi­nado.

Se encuentra inmerso en el monstruo de las aguas. Bajo sus pies no hay más que olas que huyen, olas que se abren, que desaparecen. Estas olas, rotas y rasgadas por el viento, lo rodean espantosamente; los vaivenes del abismo lo arras­tran; los harapos del agua se agitan alrededor de su cabeza; un pueblo de olas escupe sobre él; confusas cavernas amenazan devorarle; cada vez que se sumerge descubre precipicios llenos de oscuridad; una vegetación desconocida lo sujeta, le enreda los pies, lo atrae: siente que forma ya parte de la espuma, que las olas se lo echan de una a otra; bebe toda su amargura; el océano se encarniza con él para ahogarle; la inmensidad jue­ga con su agonía. Parece que el agua se ha con­vertido en odio.

Pero lucha todavía.

Trata de defenderse, de sostenerse, hace es­fuerzos, nada. ¡Pobre fuerza agotada ya, que com­bate con lo inagotable!

¿Dónde está el buque? Allá a lo lejos. Apenas es ya visible en las pálidas tinieblas del horizonte.

Las ráfagas soplan; las espumas lo cubren. Alza la vista; ya no divisa más que la lividez de las nubes. En su agonía asiste a la inmensa de­mencia de la mar. La locura de las olas es su suplicio: oye mil ruidos inauditos que parecen salir de más allá de la tierra; de un sitio descono­cido y horrible.

Hay pájaros en las nubes, lo mismo que hay ángeles sobre las miserias humanas; pero, ¿qué pueden hacer por él? Ellos vuelan, cantan y se ciernen en los aires, y él agoniza. Se ve ya sepul­tado entre dos infinitos, el océano y el cielo; uno es su tumba; otro su mortaja.

Siente ardor en la nariz provocado por el salitre oceánico, pero el dolor cede, los músculos se agotan, ya casi no sale a la superficie, siente angustia porque ningún marinero lo socorrió, le duele el abandono, nadie se preocupó por él.

Aunque pasaron varios días y su cuerpo sigue vivo porque desarrolló branquias que lo proveen de oxígeno, no para de lamentarse pues ¿para qué le sirve la vida si sus compañeros lo abandonaron?

Nota: El texto en color azul pertenece a la novela Los miserables, del escritor francés Víctor Hugo [1802-1885].

(Este es el Artículo Nº 1.909)

La tristeza posterior a la alegría




 Algunos son pobres patológicos para evitar la depresión posterior al bienestar y hasta eluden el coito para evitar la aparente impotencia.

Usted no lo recuerda pero yo sí: cierta vez obtuvo un éxito que le dio gran alegría y ¿qué le pasó horas después de los festejos? Se puso inexplicablemente triste. ¡Muy triste!

En aquella ocasión, ni usted ni yo entendimos por qué aquel estado de ánimo tan doloroso pero yo me quedé pensando y recién ahora puedo darle la explicación: Usted se deprimió porque así funciona nuestro cuerpo y por lo tanto nuestra psiquis: después de una etapa de inflamación sigue una proceso desinflamatorio y después de un momento de euforia casi infaliblemente sigue un momento de inexplicable depresión anímica.

Pero lo más complicado no fue esto sino que usted, como en aquel momento no tuvo la explicación que ahora le estoy dando interpretó que el éxito en realidad deprime y por eso nunca más quiso alegrarse tanto, ni con los juegos de azar, (porque teme lograr el premio mayor), ni con los buenos negocios, ni con los cumpleaños con muchos amigos que le demuestren cuánto lo quieren, ni yendo a divertirse..., porque corre el riesgo de alegrarse primero y deprimirse después.

Según las creencias del psicoanálisis los seres humanos padecemos algo que genéricamente se denomina «complejo de castración», el que en una definición ultra corta significa «miedo a las pérdidas».

Nuestro cuerpo funciona así: cambia de estado cada tanto, en un constante proceso de desequilibrio y posterior reequilibrio, de llenar los pulmones de aire para después vaciarlos, de contraer el corazón para expulsar la sangre al torrente sanguíneo para inmediatamente expandirse succionándola.

Algunos son pobres patológicos para evitar la depresión posterior al bienestar y hasta eluden el coito para evitar la aparente impotencia (¿castración?) posterior a la eyaculación.

(Este es el Artículo Nº 1.883)

Nada es verdadero solo porque nos gusta




Nuestras ideas pierden realismo cuando nos dejamos llevar por nuestras ganas de gozar a cualquier precio.

No sería tan irreverente con la inteligencia humana si no fuera porque tantas personas se ufanan de ella. Si fuéramos más humildes al compararnos con el resto de los seres vivos, quizá me sentiría más proclive a dulcificar mis ataques a la estupidez erudita.

Pero esa  mansedumbre está lejos de aparecer. Seguimos insistiendo con las verdades que impone la fuerza física.

Algo que nos cuesta entender es la diferencia que existe entre lo que somos y lo que deberíamos ser. Nos encandila de tal forma esta aspiración idealista que muchas veces nos juzgamos entre nosotros tomando como referencia un modelo teórico ideal que dista mucho de parecérsenos a lo que en realidad somos.

Un chiste sobre la torpeza humana cuenta que alguien se lamentaba porque su burrito falleció cuando ya estaba acostumbrándose a vivir sin comer.

Es personaje no supo identificar la causa de muerte de su animalito porque prefería ignorar que fuera su propia acción equivocada de privarlo de alimentación.

Como parece ser una constante en nuestra conducta que con mucha frecuencia privilegiamos las interpretaciones favorables a nuestros deseos en desmedro de las hipótesis más realistas aunque menos disfrutables para nuestro ego, es una práctica bastante acertada desconfiar de cualquier explicación que pudiera beneficiar a quien la propone.

En otras palabras: si alguien afirma, por ejemplo, que el sufrimiento le aporta tonicidad, temple y pureza a su carácter, no está de más suponer que dicho amante del dolor encontró algún beneficio inconfesable para preferir las opciones más dolorosas.

Por ejemplo, una posible explicación de su prédica podría indicar que adoptó el mecanismo de defensa según el cual «si no puedes con él, únetele», es decir, «fuerza los hechos para aliarte con tu enemigo».

(Este es el Artículo Nº 1.892)

Relación salario-productividad



 
El sentido común cree que la productividad de los trabajadores está vinculada con el salario, pero esto no es así.

El sentido común nos sugiere dulcificar nuestra fantasía pensando que somos máquinas, es decir, inmortales, reparables, capaces de tener un rendimiento como el que tiene nuestro vehículo, ventilador o abrelatas eléctrico.

Pero el sentido común es una organización secreta con la que logramos sostener creencias agradables cuyo principal valor consiste en la popularidad, en el consenso, en la otra gran creencia según la cual las mayorías no se equivocan.

Las mayorías infalibles creen que el nivel salarial regula la productividad de los trabajadores, con tanta exactitud como la velocidad de un vehículo cuando recibe más combustible del acelerador.

Esta creencia genera despilfarros porque los administradores con sentido común malgastan el dinero que deberían cuidar tratando de que los trabajadores estén motivados. Sorprendidos, esos administradores no terminan de entender por qué los aumentos salariales no mejoran la productividad.

La situación paradojal no se resuelve porque los administradores necesitan imaginar que ellos mismos son máquinas, inmortales, reparables, que no sufren dolores, capaces de recibir un repuesto original cada vez que algún órgano se deteriora.

Por su parte, los trabajadores y sus líderes sindicales también son personas dotadas del maravilloso sentido común y cuando reclaman aumentos salariales lo hacen porque el dinero no les alcanza, lo cual también puede ocurrirle a cualquier millonario pues las necesidades y los deseos humanos son casi ilimitados.

Aunque todo esto parece una gran equivocación, al final termina resolviéndose razonablemente porque la presión que se le hace a cualquier empleador tiene un límite impuesto por la realidad del mercado.

Si un empresario no tiene costos competitivos debe clausurar sus actividades y prescindir de los trabajadores que ocupaba, por eso las demandas salariales del sentido común se autorregulan sensatamente.

(Este es el Artículo Nº 1.872)

Violación por no saber negarse



 
La violación menos penalizada se caracteriza porque la víctima debe actuar dolorosamente contrariada porque no supo negarse cuando pudo hacerlo.

Se denomina violación a un acto sexual no consentido por una de las partes.

A veces, como es el caso de los muy pequeños de edad, este consentimiento puede existir pero ser inválido porque aún no tienen madurez emocional o intelectual como para tomar decisiones sobre la propia sexualidad.

En el caso de los cónyuges, comprometidos ante la sociedad o ante Dios a convivir, existe violación cuando uno de los cónyuges se siente obligado a ceder a las solicitudes del otro.

Solemos pensar que la violada siempre es la mujer, pero también ocurre que el violado es el varón cuando ella ejerce presión psicológica sobre él para que «cumpla como hombre».

Estas violaciones matrimoniales no parecen ser muy graves a pesar de ser alcanzadas por el calificativo, pero cuando alguien no sabe decir «no» cuando debería decirlo si respetara su propio deseo (a nivel familiar, laboral, social), seguramente se verá auto-violado y tendrá sentimientos similares a los que padecen quienes son conscientes de ser víctimas de tal vejamen.

Nuestra cultura valora de diferente forma estas infracciones graves.

El ataque sexual a niños es el más indignante. Los humanos somos impiadosos con quienes lo realicen, sin considerar que la mayoría de esos actores padecen una enfermedad mental no diagnosticada.

El ataque sexual a personas adultas es menos indignante porque para muchos siempre está en duda la seducción impuesta por la víctima.

Por ejemplo, está claro que algunas actitudes femeninas son más peligrosas que otras, pues el despliegue seductor activa un instinto tan poderoso como es el reproductivo.

La violación menos penalizada, porque es ignorada hasta por la víctima, ocurre cuando esta actúa dolorosamente contrariada porque no supo negarse cuando pudo hacerlo.

(Este es el Artículo Nº 1.871)