martes, 2 de octubre de 2012

Cuando los deseos incestuosos empobrecen



 

La prohibición del incesto puede generar pobreza personal cuando solo se encaran emprendimientos tan imposibles como satisfacer deseos incestuosos.

Aunque el cerebro conozca que una perla es una esfera nacarada que se forma dentro de la caparazón de algunos moluscos, cuando oye la expresión «las perlas del rocío», no se detiene a pensar en las esferas nacaradas que habitualmente embellecen algunas joyas, sino que entiende que se trata de una comparación y que las costosas formaciones no pueblan por miles la pradera llena de rocío.

Este fenómeno mental no ocurre solamente en textos poéticos sino que funcionan mucho más a menudo.

Voy al fondo del asunto: la prohibición del incesto es una norma social muy conmovedora porque inhibe dolorosamente los deseos sexuales que circulan dentro de la familia.

Metafóricamente, esta prohibición aparece cuando queremos satisfacer deseos que están fuera de nuestro alcance. Pondré un ejemplo:

Varias veces he mencionado que en nuestra especie es la mujer la que desea tener hijos con ciertos varones de su entorno y no con otros (1).

Si una mujer tiene la mala suerte de que uno de esos pocos varones sea su papá, como difícilmente pueda explicitar sus pensamientos («quiero tener un hijo con mi padre») y dado que la prohibición del incesto funciona como un tabú, es decir que muy seguramente no se lo confiese ni a sí misma, es probable que:

— Tenga una pésima relación con su papá porque los impulsos inconsciente a seducirlo sean difícilmente controlables y el enojo sistemático podría ser una manera de alejarse de él;

— Haga múltiples intentos de vincularse con otros hombres para sacarse de la cabeza a su único amor (su papá), con lo cual su vida afectiva, familiar y económica seguramente serán caóticas, con una permanente tendencia a insolventarse (empobrecer).

En suma: lo imposible es costosísimo.

 
 
 
 
 
 
(Este es el Artículo Nº 1.685)

El temor a cometer errores



   
La coherencia es una cárcel intelectual, defendida por quienes, con tal de no cometer errores optan por no hacer nada.

Es una lástima que sea así, pero los humanos progresamos muy impulsados por el dolor y escasamente atraídos por el placer (1).

De hecho ya alguien dijo: «Los seres humanos somos hijos del rigor».

Claro que este beneficio del dolor no es suficiente para que se lo cultive como si fuera una planta alimenticia, curativa o decorativa. Todo lo contrario, destinamos gran parte de nuestro esfuerzo a erradicar lo que nos molesta o podría llegar a molestarnos.

Precisamente son estas acciones provocadas por el sufrimiento lo que le aporta sus rasgos positivos.

Por lo tanto, luchamos contra lo que nos causa problemas y es este batallar lo que nos beneficia.

La deducción lógica, aunque paradojal, es:

Aunque los inconvenientes son desagradables,

— convendría no combatirlos hasta exterminarlos;
— convendría evitar cualquier actitud que disminuya el malestar que nos provoca;
— convendría conservarlos como fuente de estímulo que nos permite desarrollarnos como especie.

Las personas que no han tenido ni el talento ni la oportunidad de crecer intelectualmente, reaccionan con vehemencia cada vez que alguna contradicción se cruza en su camino.

Esas personas que no han tenido suerte, (porque ni la falta de talento ni la falta de oportunidades, es responsabilidad propia), son las verdaderas policías de la contradicción, sin tener en cuenta que la contradicción es universal mientras que la coherencia es una cárcel que, si bien quita libertad (de pensamiento) es amada y buscada porque protege a quienes temen cometer errores.

En suma:

1) El apego a la coherencia es una solución mediocre, pobre y empobrecedora, reclamada por quienes temen equivocarse, por quienes prefieren hacer lo mínimo posible por temor a ser criticados; y

2) Las molestias merecen ser amadas y rechazadas.

 
(Este es el Artículo Nº 1.679)

Las demandas de amor



   
Nuestras sociedades tienden a ser tristes, quejosas y lloronas porque una mayoría procura llamar la atención exhibiéndose dolorosamente necesitada.

Quienes creemos en el determinismo suponemos que nada está bajo nuestro control sino que, por el contrario, todo ocurre sin nuestra intervención aunque subjetivamente imaginamos que las acciones que no podemos evitar fueron en realidad decididas por nosotros.

Estadísticamente podríamos decir que nueve de cada diez personas no creen en el determinismo porque suponen ser dueñas de hacer lo que quieren.

Estas nueve personas que se creen dueñas de hacer lo que quieren tendrán que estar de acuerdo conmigo en:

— que es harto difícil quedarse impávido ante el llanto de un niño; en

— que es bastante difícil quedarse impávido ante el llanto de un adulto enfermo, caído o herido; y en

— que no resulta fácil quedarse impávido ante el llanto de un adulto que aparentemente no está ni enfermo ni accidentado.

Otro punto de contacto entre quienes creen en el libre albedrío y los deterministas es el que refiere a que todos necesitamos ser amados o muy amados. Nuestras acciones están bastante determinadas por nuestra incansable e insaciable búsqueda de amor, afecto, comprensión, compañía, caricias, miradas.

Las miradas son nuestra demanda permanente y universal más modesta, menos pretenciosa, más humilde: menos que ser mirados (o escuchados) no podemos pedir.

Según estos antecedentes podemos comenzar a pensar que, tanto para los deterministas como para los creyentes en el libre albedrío, la alegría, el bienestar, la serenidad, son estados que nos exponen a no ser objeto de las manifestaciones de amor, afecto, comprensión, compañía, caricias y miradas que tanto necesitamos.

Según estos antecedentes podemos concluir pensando que nuestras sociedades tienden a ser tristes, quejosas y lloronas porque una mayoría trabaja  permanentemente para llamar la atención de los demás exhibiéndose dolorosamente necesitada.

Otras menciones del concepto «necesitamos ser amados»:

                 
(Este es el Artículo No. 1695)

 

El suicidio como enfermedad terminal



     
El determinismo nos permite suponer que no hacemos nuestra voluntad y que un suicida hace lo que no podría evitar.

El suicidio es muy angustiante para quienes queríamos al suicida y más penoso aún si suponemos que él nos quería.

Si contábamos con ese amor, constituye una fuerte desilusión entender que en realidad tanto no nos quería porque de habernos amado como imaginábamos, ¿cómo puede ser que se haya privado de nuestra compañía, amistad, existencia?

Por el contrario, cuando alguien muere por causas ajenas a su voluntad, sentimos un dolor más puro, menos suspicaz y hasta veneramos con mayor intensidad a quien la muerte lo apartó de nuestro lado, seguramente muy a pesar suyo, él quería quedarse para seguir amándonos pero un triste accidente lo privó de nuestra existencia.

En muchos casos tenemos que hacer un esfuerzo especial para no condenar abiertamente a quien se quita la vida. Es tan grande el esfuerzo que ya mucha gente, cuando habla con los deudos del fallecido, se anima a indagar si tiene sentimientos positivos o negativos hacia él.

Todos estos fenómenos ocurren porque popularmente creemos en el libre albedrío y no creemos en el determinismo.

Efectivamente, la ciencia, que tampoco puede abandonar su creencia en el libre albedrío, se queda con la explicación de que el suicida es una persona que cometió un acto voluntario y responsable. Con la premisa del libre albedrío es posible suponer que el suicida es en realidad en condenable homicida, por más que la víctima de su crimen haya sido él mismo.

Quienes descreemos del libre albedrío estamos mejor posicionados para suponer que los suicidas son personas afectadas por una enfermedad terminal, tan efectiva como cualquier otra.

El determinismo nos permite suponer que no hacemos nuestra voluntad y que un suicida hace lo que no podría evitar.

(Este es el Artículo Nº 1.691)

La doctrina del sentido común



      
El «sentido común» cree que denunciando la infelicidad de los pobres y la felicidad de los ricos, terminará la injusticia distributiva.

Si alguien dijera que ser rico es más doloroso que ser pobre, alguna luz roja destellaría en nuestro sentido común.

El «sentido común» es la doctrina según la cual:

— Las circunstancias de vida son como las hemos visto siempre;

— La filosofía vulgar es la única verdadera;

— La verdad está en lo obvio.

Por su parte el D.R.A.E., para no quedarse atrás, tiene su propia definición de «sentido común» (1), expresando que es el «Modo de pensar y proceder tal como lo haría la generalidad de las personas».

Cualquiera sea la definición de «sentido común», me inclinaría a pensar que es el punto de vista que conserva las circunstancias tales como están, sin cuestionarse cómo podrían estar mejor (ni siquiera cuando se las critica ferozmente), y mucho menos animarse a proponer otros puntos de vista que se apartaran de lo que siempre se opinó sobre cada asunto.

Por lo expuesto, reafirmo lo que decía más arriba: estaría virtualmente prohibido por el «sentido común» sugerir que ser rico es más doloroso que ser pobre. Estaría prohibido porque la doctrina del «sentido común» afirma todo lo contrario: los ricos son felices y los pobres son infelices.

La población biempensante (la más fiel al «sentido común»), ¿podría suponer acaso que con este diagnóstico de felicidad e infelicidad está consolidando la injusta distribución de la riqueza? No, por supuesto que no.

La población biempensante, esclava del «sentido común»:

— está convencida de que denunciar la infelicidad de los pobres es hacer todo lo posible para aliviar esa penosa condición, y también

— está convencida de que denunciando la felicidad de los ricos, esto será suficiente para que se avergüencen y devuelvan lo que tienen de más.

 
(Este es el Artículo Nº 1.670)