sábado, 5 de octubre de 2013

El dolor de imaginarnos superiores



 
Por algún motivo los humanos sufrimos cuando otros viven con menos recursos que nosotros y buscamos la manera de aliviarnos.

Imaginemos a una familia que vive tranquila en su casa, hasta que, una mañana de primavera, llegan dos muchachas, golpean las manos, un perro ladra, el hijo más chico se escapa y sale a curiosear, ellas se miran y le sonríen con ternura.

Casi enseguida sale una señora joven, secándose las manos con el delantal y les dice:

— ¿Siiii?—, queriendo decirles algo así como «Buenos días, ¿qué desean?»

Las muchachas, que no tienen tanto caudal de voz como para superar los ladridos de los perros que se solidarizaron al primero, tratan de que la señora se acerque. Como el terreno tiene un declive pronunciado, la señora trepa por un sendero que alguien rellenó con piedras tratando de poner la cara plana hacia arriba y cuando queda detrás de un portón con tejido de alambre, vuelve a preguntarles:

— ¿Siiii?

Las muchachas, con el mismo volumen que utilizan en sus oficinas, le dicen a la señora que vienen del Ministerio de Ayuda Social para hacerle unas preguntas.

A la señora no le gusta que le hagan preguntas, pero quizá porque no le gusta es que toda su vida ha estado respondiéndolas.

A esa hora de la mañana no tiene la casa tan ordenada como cuando los parientes o vecinos le prometen una visita, así que su incomodidad aumenta. Quizá por eso tantas veces la han estado incomodando.

Cuando la dueña de casa responde el cuestionario, las muchachas le informan que el Estado les va a hacer unos cuantos regalos mensuales.

En la noche, cuando el matrimonio habla sobre el asunto, el padre de familia piensa y dice:

— Nosotros no le debemos nada a nadie pero parece que el Estado nos debe.

(Este es el Artículo Nº 2.006)

Las sociedades también necesitan ladrones


Las sociedades decidimos que algunos ciudadanos sean ladrones para tonificar la industria de la seguridad y protección de la propiedad privada.

Los ciudadanos de un país funcionamos como una familia, sólo que tenemos que pensar en una familia con millones de integrantes, lo cual le asigna atributos que no pueden deducirse a partir de cómo funcionan las familias de tres o cuatro humanos más una mascota.

En la gran familia tratamos de que cada pariente haga lo que más nos conviene para el resto. Para que lo haga con entusiasmo, y no nos cobre demasiado, aprovechamos que somos muchos para tratar de asignarle algún rol que le de placer, así, parte de su remuneración estará dada por la satisfacción que recibe al hacer lo que le gusta.

Por ejemplo, a los músicos tenemos que pagarles poco porque adoran la música y hasta trabajarían gratis; a los policías podemos pagarles poco porque se deleitan paseándose con un arma en la cintura; a los presidentes tendríamos que cobrarles por el placer que sienten poseyendo tanto poder.

En suma: en las sociedades tratamos de servirnos unos a otros, por el menor costo posible. En otras palabras: buscamos eficiencia.

Tanto la asignación de roles, como su aceptación por parte del ciudadano designado, no son muy claras, sobre todo en algunos casos.

Me referiré a un caso muy doloroso y es el caso de los delincuentes.

Los ciudadanos no queremos aceptar esa asignación de roles pues nos sentiríamos cómplices, malintencionados, culpables, pero hay elementos para suponer que hacemos esas designaciones.

Necesitamos a los ladrones para tonificar la gran industria de la seguridad. Muchos de nosotros, (policías, cerrajeros, herreros, investigadores, aseguradores), vivimos gracias a que la gente teme que le roben, pero además los designamos para que nos permitan soñar con que nosotros somos los honestos.

(Este es el Artículo Nº 2.023)


Idealismo mortífero



 
Cada vez que termino la tarea de dormir soy presa del malhumor. Esto me ocurre todos los días, todas las madrugadas, porque nunca termino la tarea más allá de las 3:00 a.m.

La modorra me alienta una esperanza que la realidad se encarga de frustrar: no volveré a dormirme hasta dentro de, por lo menos, veinte horas.

En la oscuridad más impenetrable, no sé si soy ciego o vidente hasta después de las seis de la mañana porque, en mi país, sólo tenemos luz eléctrica entre la hora 17:00 y la hora 22:00.

Por su parte, la luz natural también está vigente durante un período muy acotado.

De todo esto me enteré, muy a mi pesar, cuando visité un país en el que la corriente eléctrica funciona permanentemente y de lunes a domingo. A su vez, de puro redundantes, cuentan con alrededor de 18 horas de luz natural.

Si no hubiera hecho ese viaje ahora no sentiría que padezco escasez de energía eléctrica y de luz natural. La escasez de sueño ya la conocía.

Con las primeras horas de la mañana pude enterarme de que, durante la noche, todas las paredes de mi habitación habían cambiado de color. Antes eran verdes y ahora son rosadas. A medida que fue avanzando la luz natural, el color se fue oscureciendo, como pasa con los cristales fotocromáticos.

Mi único placer mundano, eructar, se estaba demorando. Para consolarme, hice chasquear mi boca simulando tener algo imposible: algún alimento estacionado entre los dientes.

Tener hambre comenzó siendo el resultado de mi pobreza pero logró convertirse en algo que me aporta señales de existencia. Ese dolor en el estómago me da energía. Por lo demás, mi cuerpo no genera otras señales de vida. Los eructos son impostados. El hambre es genuina, auténtica, natural, creíble.

Al salir a la calle para ver si encontraba algún calmante para mi hambre, comencé a revisar los recipientes de basura infructuosamente. Sin embargo, un impulso injustificado y obsesivo me impuso volver a revisar nuevamente a los que ya había descalificado.

Efectivamente, revisando el cuarto vi algo con el mismo color que ahora tienen mis paredes. Mi mano tuvo que tocarlo, aprisionarlo y ponerlo en el único bolsillo sano del pantalón.

Volví a la habitación, las paredes eran nuevamente verdes, abrí el envoltorio rosado y una calavera sobre dos tibias cruzadas, me miró.

Le quité el tapón y, antes de empinarme la botellita, me pregunté:

— ¿Otras vez soñando con un mundo mejor?

Envolví todo como estaba y salí a buscar comida, como corresponde.

(Este es el Artículo Nº 2.021)

La maldad en régimen de impunidad

 
Los humanos solemos disfrutar provocando dolor, sobre todo si además las circunstancias nos permiten actuar en régimen de impunidad.

En otros artículos (1) les comentaba que nuestras mentes son capaces de «matar (o de premiar) al mensajero», confundiendo al que narra ciertos eventos con quien fue causa de esos eventos.

Aunque comunicar malas noticias parece ser un rol desagradable, no faltan quienes desean asumirlo deliberadamente para disfrutar de una situación particular.

Por ejemplo: alguien tiene que avisarles a ciertos familiares  que una persona fallecida no los incluyó en el reparto de los bienes (testamento).

Aún sabiendo que los destinatarios de esa mala noticia son famosos por su necedad y por su rápida apelación a la violencia, alguien se ofrece para darles esa mala noticia.

¿Por qué este voluntario se expone a ser insultado, golpeado y, eventualmente, matado?

1) Se deleita tan solo pensando cómo se les transfigurará la cara cuando reciban la noticia. Ninguna película de horror puede reproducir esta situación, en vivo, generando una especie de electricidad en el ambiente. «Quiero estar ahí», dice el voluntario; «Ver la cara que pondrá tía Eugenia, es algo que no se paga con nada»;

2) El voluntario quiere sentirse protagonista, visible, mirado, se sentirá en el centro de la atención de gente cargada de sentimientos fuertes, dramáticos, que difícilmente se repetirán;

3) Quizá la ocasión pueda ser aprovechada para tomarse venganza de alguna molestia que a todos les pasó desapercibida pero que, sin embargo, este mensajero guardaba con rencor, esperando la ocasión para cobrárselas;

4) La malignidad en régimen de impunidad es altamente placentera para la mayoría. Es poco conocida porque son escasas las oportunidades que tenemos de ejercer un poder tan grande que nadie podría detenernos ni castigarnos. Dar malas noticias genera dolor pero racionalmente no es responsabilidad del mensajero.

             
(Este es el Artículo Nº 2.015)