sábado, 6 de abril de 2013

Los medios de comunicación atrofian nuestro juicio



 
Las exageraciones de los medios de comunicación pueden discapacitarnos para conservar la noción de proporcionalidad que equilibra nuestro juicio.

La idea principal de un artículo publicado hace más de dos años (1) refería a que es difícil modificar una creencia popular, tanto sea en sentido positivo como en sentido negativo, aunque justo es reconocer que nos cuesta mucho ascender en la consideración social, pero que alcanza un desliz desafortunado para que el buen nombre adquirido con años de una trayectoria intachable se hagan añicos.

Con solo hacerle algunos retoques, eso que ocurre a nivel social también podemos pensarlo a nivel individual.

Para ser breve y claro, no tengo más remedio que apelar a un ejemplo doloroso, cruel, molesto.

Es frecuente que cada vez que ocurre algún hecho desafortunado con alguno de nuestros conciudadanos (vecinos, pobladores de nuestro país, individuos), los medios de comunicación, (periódicos, radios, televisoras), hagan una cobertura muy amplia, intensa, dramática y eventualmente escandalizante de ese infortunio personal.

Estoy pensando, por ejemplo, en un acto de mala praxis médica, en un homicidio provocado por un delincuente que suponíamos encarcelado, en un rapto con pedido de rescate.

Nuestro cerebro, nuestra sensibilidad, nuestras emociones se conmocionan anormalmente si los medios de comunicación le dan a esas desgracias personales una magnitud de tragedia nacional.

Nuestras mentes no pueden discernir que se trata de un caso aislado, lamentable pero individual, personal, inherente a la mala suerte de una persona o, eventualmente, de unos pocos allegados a la víctima.

Propongo pensar en que la exageración de los comunicadores atrofia, distorsiona, empobrece nuestra capacidad de comparar, magnificar, evaluar, ponderar, estimar, medir, justipreciar, valorar, calcular.

Peor aún, perdemos la noción de cómo responder con proporcionalidad a un perjuicio, por ejemplo, golpeando a quien nos insulte.

En el ámbito laboral, esta discapacidad nos quita competitividad y eficacia.

 
(Este es el Artículo Nº 1.838)

La necesidad de ser a-normales




Si producimos lo que producen los demás ganaremos poco dinero porque nuestra producción será demasiado abundante y barata.

Desde muy pequeños recibimos las primeras señales de que «sobre gustos no hay nada escrito», es decir, nos vamos enterando de a poco que nuestros gustos, preferencias, necesidades y deseos suelen ser diferentes a los de otras personas.

Pero esta información que recibimos no tiene la fuerza suficiente como para convencernos de que nuestras preferencias no son universales sino que son muy personales, individuales, propias. Algunos seres humanos quizá quieran lo mismo que nosotros pero la mayoría prefiere otras cosas muy variadas.

La discrepancia entre lo que nos gusta y el gusto del resto de los ejemplares de la especie, suele ser, si lo ordenamos de menor a mayor: discretamente incómoda, molesta, irritante, muy dolorosa, amenazante, terrible, insoportable, mortífera.

Efectivamente, nos cuesta mucho reconocer la falta de consenso que tienen nuestras ideas, gustos, opiniones, puntos de vista, convicciones, creencias, prejuicios.

Nos cuesta creerlo porque necesitamos sentirnos normales y para nosotros es normal, sano, aceptable, correcto, obligatorio, que todos seamos iguales, o más precisamente, que los demás sean idénticos a nosotros.

Está en la base de nuestros temores entender que lo que pensamos no está legitimado por la unanimidad de los demás seres humanos. Como además nos cuesta reconocer un eventual error de nuestra parte, entonces sentimos que los demás están equivocados y que son potenciales enemigos en tanto «tengo la certeza de cuánta agresividad siento hacia esos que son diferentes a mí».

Resulta pues que nos sentimos cómodos con nuestros iguales y amenazados por quienes piensan diferente.

En lo que refiere a cómo podemos ganarnos la vida, si hacemos lo que hacen muchos nos sentiremos normales pero nuestra producción tendrá escaso valor. Para ganar lo necesario necesitamos ser algo diferentes y a-normales.

(Este es el Artículo Nº 1.835)

Para no quitarnos el pijama


Aumenta la tendencia a no salir de nuestras casas, ingeniándonos con el teletrabajo y con los proveedores que traen lo que necesitamos.

Hay gente que no se saca el pijama en todo el día. A veces hasta se olvida de ducharse.

Cada vez más personas salen menos de sus casas y las que aún salen, tienen como objetivo encontrar formas de ganarse la vida llevándose el trabajo a la casa (teletrabajo) o desarrollando algún emprendimiento que les permita evitar transitar lugares públicos llenos de gente extraña, peligrosa, imprevisible.

La madre de Caperucita Roja empieza a tener razón: debemos temer al lobo que anda por el bosque.

Quienes creen que el ser humano es un animal migratorio, que tiene prohibido el sedentarismo, compran algún aparato para hacer gimnasia, imitando al hámster con su carrusel vertical.

Pero esta tendencia al encierro no es una particularidad adquirida sino que se explica por un estancamiento en el desarrollo psicológico.

Según dicen quienes creen saber, los humanos nacemos tan encerrados en nosotros mismos que nuestra madre tiene que adivinar por qué lloramos.

Cuando el pequeñito se pone a gritar aparecen los procedimientos que la ciencia sigue utilizando aún hoy: el ensayo y el error.

¿Llora porque tiene hambre, frío, algún dolor, angustia?

En este trabajo de laboratorio la mamá intenta cualquier cosa para desactivar la alarma humana de incalculables decibeles.

Tarde o temprano el niño se calla, porque la madre calmó su malestar o porque se le agotó la batería (se durmió).

El hecho es que el pequeño aprendió que sus problemas pueden ser adivinados por alguien suficientemente motivado (la madre desesperada por el llanto).

Si el desarrollo psíquico se detiene prematuramente pretendemos que alguien nos atienda, que adivine nuestras necesidades, al extremo de no tener que salir de nuestras casas ni quitarnos el pijama.

(Este es el Artículo Nº 1.818)


Nada nos viene bien




Los animales son perfectamente coherentes, pero a los humanos tanto nos molesta pensar que somos animales como que somos incoherentes.

«¡Ay, tesoro, cuánto te extraño!», es una expresión de cariño que nos hace pensar en un «gran amor».

Cuando decimos «gran amor» aludimos a una noción de cantidad, de tamaño, de profundidad, de importancia, de intensidad.

Un país, una botella o una cama pueden ser grandes, medianos o pequeños respecto a algún dato elegido como referencia: un país es grande respecto a otros más pequeños, una botella es grande respecto a un tubo de ensayo y una cama es grande cuando la comparamos con una cuna.

¿Qué tomamos en consideración cuando pensamos en un «gran amor»?

Un país, una botella o una cama son tangibles pero el amor no lo es. Por lo tanto la dimensión es cien por ciento subjetiva, imprecisa, indemostrable.

De todos modos la expresión «¡Ay, tesoro, cuánto te extraño!» existe, la comprendemos y es creíble.

Esa expresión cariñosa la está diciendo alguien que toma conciencia de lo que le falta cuando el destinatario de la exclamación está ausente.

Podríamos recordar entonces que el amor se mide mejor cuando no está porque cuando está (el ser amado presente), el sentimiento de amor es tan pequeño que no provoca una exclamación de dolor, de sensación, de percepción.

Sin ánimo de enredar el tema, podría concluir que un amor se nota más por su ausencia que por su presencia.

Probablemente cuando dos personas se divorcian lo que intentan es percibir el tamaño real del amor que sienten recíprocamente.

Esta idea es paradójica, rara, extravagante, absurda, pero el ser humano no es tan coherente como el resto de los animales.

Más aún: a los humanos tanto nos molesta pensar que somos animales como que somos incoherentes.

¡Nada nos viene bien!

(Este es el Artículo Nº 1.836)

Los inconvenientes de «cobrar»




Aunque parezca insólito, no queremos «cobrar» porque es aburrido, porque podría ser doloroso y porque podríamos ser acusados de homicidas.

Para algunos lectores el diccionario es un libro de suspenso, que nos sorprende ingratamente con definiciones jamás soñadas.

Algo de eso ocurre con la palabra «cobrar» (1), pues todos la consideramos simpática entonces tanto nos remite a recibir algo que nos deben, a mejorar nuestra disponibilidad de dinero, a permitirnos satisfacer necesidades y deseos propios o de nuestros seres queridos.

Sin embargo, la mencionada novela de terror, (el diccionario), nos informa:

7. tr. coloq. Dicho especialmente de muchachos: Recibir un castigo corporal.

Ahora entiendo por qué mi madre nos amenazaba diciéndonos: «No se porten mal porque de lo contrario van a cobrar».

Aquellos dramas infantiles, que felizmente la memoria se encarga de olvidar, ocurrían en una atmósfera kafkiana pues, por un lado se nos decía literalmente que recibiríamos un pago, como si hubiéramos ido a trabajar igual que los adultos, pero por el tono de voz amenazante nos pronosticaban que recibiríamos una golpiza en el futuro inmediato.

En otro artículo de reciente publicación (2), propongo la tesis según la cual la pobreza patológica podría tener como una de sus miles de causas el desinterés profundo que tenemos por «cobrar», a la vez que algunos gastos son motivo de alegría, de entretenimiento, de diversión.

Por lo tanto, este hallazgo en el diccionario nos amplía la gravedad del asunto: «cobrar» no solo es aburrido sino que además está asociado a recibir un castigo corporal.

Ahora sabemos que «cobrar» es aburrido y eventualmente doloroso.

Pero el diccionario del horror sigue agregándonos ideas tenebrosas.

En la misma definición del verbo «cobrar» nos enteramos de otro significado:

12. prnl. Llevarse víctimas. El terremoto se cobró numerosas vidas humanas.

¡Nadie quiere «cobrar» y después sentirse homicida!

   
(Este es el Artículo Nº 1.814)