sábado, 20 de noviembre de 2010

«Mis mascotas hacen lo que yo no puedo hacer»

En otros artículos (1) les comentaba que las mascotas mamíferas (especialmente perros y gatos), conviven con nosotros porque los humanos delegamos en ellos (inconscientemente, por supuesto), algunas características de nuestra especie que culturalmente tenemos que repudiar porque estamos en la actitud de creernos superiores.

Traigo a colación que en un blog que creé especialmente (ver La única misión), expongo ideas que pretenden fundamentar la hipótesis de que lo único que tenemos que hacer los humanos (al igual que el resto de los seres vivos), es cuidarnos a nosotros y a la especie.

Y para terminar esta mini-introducción al tema, agrego que en otras publicaciones (2), he mencionado la hipótesis de que la naturaleza nos remunera con placer sexual para estimularnos el deseo de autoconservación.

Pues bien: la naturaleza se vale de provocarnos dolor y alivio (placer) para guiarnos en las acciones necesarias para que el fenómeno vida demore lo más posible en interrumpirse (posterga nuestra muerte).

Esquemáticamente podemos decir que:

1º) Cuando somos pequeños, nuestro centro de placer está en la boca, porque lo más importante es nuestra alimentación;

2º) Más adelante, el centro del placer es compartido con el ano, en tanto la excreción complementa el proceso digestivo que permite alimentarnos (reponer energías), y además, por razones neurológicas, se prepara la

3º) y última etapa, la genital, irrigada por los mismos ramales neurológicos que la zona anal y rectal.

Ahora que somos adultos, están todos activos: nos gusta comer, defecar, orinar y el sexo (genital, anal, oral).

Nuestra cultura, que nos enferma psicológicamente para convertirnos en fácilmente gobernables, utiliza al sistema educativo, las religiones y la medicina, para inculcarnos el asco (especialmente a nosotros mismos) que nos inhibe.

En suma: las mascotas nos representan, porque «les falta hablar» y no sienten asco.

(1) Nos comportamos como perros y gatos
El incumplimiento de las pensiones alimenticias

(2) El orgasmo salarial
Primero cobro y después hago
Menos orgasmos y menos salario
Las mujeres fecundan gratis

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Cadena perpetua

Les comento cuál es una de mis intenciones más secretas, pero que no tiene ningún misterio.

Hay cosas que yo creo saber de mí porque tengo un inconsciente bastante ventilado por haber estado unos cuantos años en análisis.

Algunos de sus contenidos, los comento con ustedes.

El resultado primario es de rechazo.

Mis lectores suelen pensar que eso que digo está equivocado, pero sin embargo, en cada uno queda la idea de que existe un semejante (yo, Fernando Mieres) que dijo, escribió, comentó, algo que quizá no sea el único que lo piensa, siente o sabe.

Es más, quizá se diga: «yo mismo puedo tener esas ideas sobre el incesto, el abandono de los hijos, que soy animal, que soy más egoísta de lo que siempre creí, que el amor depende de la utilidad que me preste el ser amado, etc., etc.».

La cosa es así: a lo largo de nuestra vida aparecen situaciones conflictivas, molestas, dolorosas, que tratamos de evitar, resolver, acomodarlas de alguna manera en nuestra vida para que dejen de incomodarnos.

Algunas de ellas, las negamos. Por ejemplo, rechazamos la idea de que el universo siempre existió. Negamos esta posibilidad, «no nos cabe en la cabeza», podríamos decir apelando a una metáfora bastante elocuente.

Por lo tanto, a partir de esa negación radical, decimos muy confiados: «No hay efecto sin causa» o «Todo lo que existe, alguien lo creó (Dios)».

Algunas situaciones (deseos, intenciones) conflictivas, las reprimimos. Por ejemplo: «Jamás deseé ser el esposo de mi mamá» o «Respeto tanto el derecho de propiedad, que soy incapaz de robar».

Lo negado o reprimido nos pone paranoicos (por temor a que alguien lo descubra) y nos pone agresivos e intolerantes (para que no se nos escapen esos deseos que fueron juzgados, condenados y encarcelados a cadena perpetua).

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Apagar el reloj no detiene el tiempo

El miedo es un sentimiento que despierta variadas calificaciones, pero a nadie se le ocurre decir que es maravilloso, lindo o atractivo.

Esta sensación de alerta y angustia por la presencia de un peligro, real o imaginario, nos salva de innumerables problemas.

Si será útil —a pesar de ser desagradable—, que los humanos hemos copiado su función, inventando una infinidad de sensores con alarma, que nos avisan cuando algo no anda bien (termómetro, detector de movimientos, escasez de lubricante en un motor).

Un temor casi universal, es el de perder el trabajo, la fuente de ingresos, el proveedor de recursos.

El despido (paro), la crisis económica, la escasez, son temores que en realidad provienen de un temor mucho más básico, esto es, el miedo a padecer hambre.

Tememos que nuestro empleador deje de pagarnos el salario, que nuestros clientes prescindan de nuestras mercaderías o servicios, que la producción de la que dependemos (agricultura, ganadería, minería, pesca), se interrumpa, se agoten, desaparezcan.

He llegado a la convicción de que este fenómeno que llamamos vida, del cual no querríamos desprendernos nunca, depende en gran medida de estos padecimientos (1).

Observemos una excepción que confirma la norma (como ocurre en tantos casos).

Las molestias que se nos presentan mientras vivimos (dolor, miedo, angustia), son necesarias para que, guiados por nuestro instinto y por la experiencia (o consejos y enseñanzas que nos den), tomemos resoluciones para evitar sus causas.

Por esas molestias, comemos, dormimos, interrumpimos un esfuerzo excesivo, etc., es decir, tomamos resoluciones defensoras de la vida.

La norma: evitar y cancelar lo que causa las molestias.

La excepción: Sería suicida ignorar, negar, desoír, calmar artificialmente, las molestias mismas (desconectar la señal de alerta).

Conclusión: quienes ofrecen una filosofía que evita el dolor, proponen suicidarnos, anestesiarnos, desconectarnos de la vida, desear la muerte.

(1) Los artículos sobre este tema se concentran en el blog titulado Vivir duele

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Lo urgente es enemigo de lo bueno

En medio de un griterío ensordecedor, un tumulto irrumpe en la sala de emergencia de un hospital público.

Podemos ver que en medio de ellos, va un carro-camilla, tratando de abrirse paso entre los manifestantes.

Luego nos enteramos que en el carro va un joven con un puñal clavado en el pecho, sangrante, dolorido, desmayándose por momentos.

Cuando los enfermeros logran desembarazarse de los familiares, amigos y demás colaboradores del pobre muchacho, empiezan las tareas de salvataje según la tecnología médica de rutina.

¿Qué hacen los más enfervorizados, devotos y consternados colaboradores?

Además de clamar, llorar, gritar, le preguntan a cualquiera que salga del área de exclusión, si se salvará, si quedará como antes, y cuándo se reintegrará a la vida normal.

El tono y estilo de estas interrogantes, evidencian dos cosas:

— Los seres queridos desean demostrar cuán capaces de amar son, exponiendo con exuberantes manifestaciones que son sensibles, solidarios y capaces de cualquier cosa (gritar, armar jaleo, llorar en público, etc.) por los demás; y además evidencian creer

— Que el futuro se puede conocer y que el médico lo sabe.

Por su parte, los técnicos en salud ¿qué hacen?

— tratan de parar el sangrado,
— reponen el líquido sanguíneo con un goteo de suero,
— suministran calmantes y sedantes para que el joven no entre en shock,
— retiran el puñal, cosen (suturan) los órganos heridos,
— procuran evitar infecciones, y luego
— cruzan los dedos (o hacen cualquier otro gesto mágico en el que crean) para que el paciente
— se salve,
— se recupere,
— no le queden secuelas,
— en el menor tiempo posible,
— cuidando la economía del hospital.

Y acá llegamos al centro del asunto:

La vida humana es lo más importante, pero está dentro de la realidad, y no se puede atender dejándonos llevar por impulsos emocionales, despilfarrando recursos ni haciendo futurología.

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El avaro es débil y parece fuerte

En otro artículo (1), hablé de la tendencia animal a espantarnos, a reaccionar descontroladamente, a tener ataques de pánico.

Esto no debería alarmarnos si pudiéramos aceptar con más serenidad que somos animales, que poseemos instintos y que estos funcionan a nuestro favor, excepto en aquellas personas que no asumen su animalidad.

Automáticamente, nuestro cerebro se transforma ante una nueva enseñanza de vida.

Si nos quemamos con algo caliente, si dejar la puerta abierta hace que un extraño entre a nuestra casa, si agradecer sinceramente predispone a los demás a beneficiarnos, y demás experiencias por el estilo, modifican el funcionamiento mental.

A esa transformación le llamamos «aprender».

El sistema educativo al que concurrimos, es un centro de transformación mental, donde nos exponen a diversas experiencias para que nuestra mente se transforme.

Las políticas educativas de cada país, están diseñadas para que los ciudadanos acomoden sus mentes, para pensar como los gobernantes prefieren.

Pero no es de esto de lo que quería hablarles sino del miedo a caer en la miseria.

Muchas veces diagnosticamos que alguien es ambicioso, cuando en realidad es alguien que teme la ruina, el hambre, un doloroso deterioro patrimonial.

En casi todos los casos, una cierta actitud muy marcada (visible, notoria), es la consecuencia de una fuga del sentimiento opuesto.

Alguien puede defenderse de los afectos mostrándose artificialmente indiferente, otros pueden ser muy serviciales para disimular su incontrolable insensibilidad o pueden hacer alardes de honestidad cuando les cuesta respetar la propiedad privada.

La causa de la avaricia entonces, puede ser la inseguridad, el miedo, la consecuencia de una experiencia traumática, que lo educó para tener mucho cuidado con los bienes materiales, con las fuentes de ingresos, con los gastos.

Es más, la causa de la avaricia pudo ser que una vez, la madre demoró en alimentarlo.

(1) El contagio inevitable

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«Genio maligno: somos amigos»

Buscamos las causas del dolor pero no las causas del placer.

El razonamiento nos justifica rápidamente esta conducta.

Decimos confiados: «Busco las causas del dolor para quitarlas o evitarlas».

Omitimos justificar por qué no buscamos las causas del bienestar.

Nuestro pensamiento primitivo puede explicar algo de todo esto.

La meditación, consulta o estudio, que nos conduzca a descubrir las causas de nuestro malestar, nos distrae del dolor.

Si sólo pensáramos en él, su intensidad sería subjetivamente mayor.

La actitud de búsqueda de causas y soluciones, suele incluir la consulta a muchas personas, aunque el objetivo real no es otro que quejarnos, llamar la atención, recibir comprensión, amor, mimos, tolerancia, miradas.

Toda nuestra quejumbrosa comunicación, tiene también el objetivo de socializar las pérdidas.

Efectivamente, nuestro pesar es más llevadero si podemos fastidiar disimuladamente a nuestros seres queridos, quienes —por imposición cultural—, tendrán que poner cara de preocupación y desear nuestra mejoría ... para que dejemos de molestarlos con nuestros quejidos.

Por el contrario, es por todos conocido que casi nadie socializa las ganancias.

Cuando estamos bien, preferimos no buscar las causas, por lo tanto, no consultamos a nadie, fundamentalmente para evitar que alguien desee compartir nuestra riqueza transitoria.

Existe otro motivo para la búsqueda de causas del malestar y no las del placer.

Nuestra mente funciona habitualmente con viejos esquemas mágicos, con algo del hombre primitivo de quien descendemos.

Lo malo es castigo y lo bueno es premio.

Nos mortificamos buscando las causas del infortunio, aliándonos inconscientemente con el genio maligno encargado de provocarnos dolor.

Suponemos que nos castiga porque «algo habremos hecho» y sabemos que contrariarlo sería ponerlo más agresivo aún.

Buscar las causas es un gesto amistoso: queremos comprenderlo, saber de él, para no volver a molestarlo, queremos ser su amigo, apaciguarlo, que sepa cuánto lo amamos.

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Quienes deciden, ganan más

Desde que el mundo es mundo, existen ricos y pobres, pero aún no sabemos por qué.

En mis prácticas como psicoanalista, aplico un razonamiento que a veces me da resultado.

Cada persona posee algún grado de equilibrio (excepto que esté en coma, inconsciente o carente de lucidez).

Por lo tanto, cuando alguien llega a mí (vestido, por sus propios medios y comprendo lo que me dice), ya lo diagnostico como «persona equilibrada» (compensada, en armonía).

Claro que no es posible desoír el motivo de consulta que, generalmente es una queja, un conflicto, alguna expresión de dolor (angustia, insomnio, duelo, etc.).

Al pensar que una persona, por el simple hecho de estar viva y autogestionable, posee armonía, me conduce inevitablemente a la conclusión de que para poder introducir cambios curativos en su vida, debo desaromonizarla, quitarle el equilibrio que trae, descompensarla para restablecer esas condiciones, pero de una forma diferente y lo más rápido posible.

Es decir, alguien que se siente mal, no puede curarse sin ayuda, porque no puede perder el equilibrio que incluye el padecimiento.

Imaginemos un ejemplo: alguien se queja de que tiene que andar por la vida cargando una piedra que pesa 50 kilos.

Para quitarle la piedra, antes tengo que enseñarle a caminar de otra forma, porque hasta ahora ha estado inclinándose hacia atrás para compensar el peso que aguanta con sus manos.

En suma: lo que llamamos resistencia a la cura, no es más que un estado de equilibrio difícil de romper.

En otro artículo (1) mencioné que los individuos en grupo, instintivamente nos dejamos llevar por lo que hace la mayoría.

Sin embargo, no todos reaccionamos con igual intensidad.

Quienes logran equilibrarse obedeciendo las modas, las tendencias, los informativos, están condicionados a que otros tomen las decisiones ¡y las ganancias!.

(1) Psicosis colectiva y vulnerabilidad individual

Cómo Dios ayuda a los ateos


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El negocio de liderar colectivos

Uno de los tantos problemas contemporáneos, está provocado por las drogas adictivas (cocaína, marihuana, psicofármacos medicinales).

El negocio del narcotráfico consiste en comercializar clandestinamente las sustancias prohibidas, mientras que la medicina, por su parte, está autorizada a vender otras sustancias, supuestamente curativas pero que, en realidad, sólo permiten facilitar (aliviar, calmar) la vida de los consumidores (en este caso, llamados «pacientes»).

Los mercados objetivos de unos y otros proveedores (narcotraficantes y psiquíatras), padecen características similares: angustia, dolor en el alma, depresión, ansiedad, disconformidad, sensación de vacío interior.

Todos esos síntomas tan penosos, se aplacan, disimulan, ocultan, con la ingesta de sustancias psicoactivas, es decir, que provocan alteraciones somáticas a nivel del sistema nervioso.

Toda industria tiene fines de lucro.

El estímulo de quienes la crean (organizan, administran, protegen), es ganar dinero, enriquecerse, ampliar su poderío económico.

Las industrias que fabrican y venden sustancias psicoactivas (legales o ilegales), no escapan a esta regla.

El poder político también se genera, organiza, administra y protege con metodología similar a la de cualquier otro emprendimiento que persiga el lucro.

Así como a los fabricantes de drogas psicoactivas les conviene que más gente padezca esa dependencia (fidelización del cliente), a los políticos les conviene que más gente los vote, apoye, es decir, delegue en ellos su pequeña cuota de poder ciudadano, para que, por acumulación, puedan tomar grandes y lucrativas decisiones.

Cuando casi todos los partidos gobernantes de occidente eran de centro o de derecha, se puso de moda una foto del Che Guevara (imagen).

Estos consumidores del ícono, agotaban en ese acto, casi la totalidad de su militante oposición a las decisiones antipáticas de sus gobernantes de turno, facilitándoles la tarea, porque su agresividad subversiva se agotaba, paseándose con esa fotografía y gritando consignas de izquierda iluminada.

Nota: Esta fotografía fue tomada por el fotógrafo cubano Alberto “Korda” Díaz (1928-2001), el día 5 de marzo de 1960.

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Sobre lo bueno de lo malo

En un artículo de reciente publicación (1), hice un comentario sobre los indecisos, esos ciudadanos que piensan su voto y que desorientan a los fabricantes de encuestas, detectores de opinión, pronosticadores del comportamiento de los colectivos.

Conozco muchas personas que sobrellevan una relación conyugal, que comenzó siendo amorosa pero que luego se convirtió en tediosa y ahora, si aún no se separaron, está a punto de convertirse en odiosa.

Nuestro cerebro pretende la estabilidad, rehúye de los cambios, se irrita con la incertidumbre.

Sin embargo, la vida depende de los cambios: de frío a caliente, de luminoso a sombrío, de vivo a muerto.

Esta contrariedad puede explicarse con la hipótesis según la cual, el dolor es necesario para preservar el fenómeno vida (2).

Por lo tanto, los indecisos son personas tan imprevisibles como la vida misma, mientras que los demás votantes, son previsibles como la muerte misma.

A los votantes que todos saben cuál será su voto, también se los llama cautivos, porque poseen una adhesión muy firme a su candidato.

Los matrimonios estables, rutinarios, incambiados, son los más deseados por quienes prefieren la vida matrimonial, pero condena a sus participantes a la mineralización de sus existencias.

Aunque las condiciones parecen ideales cuando todo ocurre igual, día tras días, tarde o temprano sucumbirán al tedio, al aburrimiento, a la insoportable condición de tener que estar vivos pero tener que actuar como muertos ... para que nada altere esa paz que equivocadamente prefieren.

Es difícil explicarlo y mucho más difícil, aceptarlo. Quizá llevarlo a la práctica, sea imposible.

Lo enuncio así:

— los humanos necesitamos la contradicción, la incertidumbre y el dolor; pero

— al mismo tiempo, necesitamos rechazar la contradicción, la incertidumbre y el dolor.

Esto es así porque el fenómeno vida depende de que actuemos estimulados por una interminable insatisfacción.

(1) No estoy seguro si soy indeciso

(2) Vivir duele

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