«Todos los extremos son malos» dice un proverbio, y existen suficientes pruebas de que esa ley se cumple en muchos casos.
Es tan mala la sequía como las inundaciones, un régimen autoritario tanto como la anarquía, la diabetes tanto como la hipoglucemia.
Desde que creé la expresión «pobreza patológica» no encontré motivos para dudar de su existencia.
Más aún, sería legítimo suponer que también existe la «riqueza patológica».
En varios artículos (1) hice referencia a que la naturaleza nos provoca dolor y placer para imponernos el dinamismo que requiere el fenómeno vida para seguir funcionando.
Los extremos «malos» son las zonas donde la naturaleza nos provoca el malestar estimulante de la vida.
Cuando digo «malos» en realidad debería decir «desagradables», «dolorosos», «irritantes», porque por «malo» debería entenderse sólo lo que pone en riesgo nuestra integridad pero no aquello que nos molesta tanto que nos obliga a movernos (favoreciendo la continuidad del fenómeno vida).
Teniendo en cuenta estas reflexiones, por pobreza patológica deberíamos entender aquella situación económica que irrita en exceso a quien la padece o a quienes tienen que tratar de paliarla (ayuda familiar, instituciones de beneficencia, recursos del estado).
En otras palabras, existe un estímulo molesto que es el suficiente para provocar el dinamismo que necesita el fenómeno vida para seguir existiendo, y un estímulo molesto excedente, innecesario, superfluo, que no contribuye en nada a la conservación de la vida.
La pobreza (o riqueza) patológica existe cuando el estímulo penoso (o placentero) excede la cantidad necesaria, sin agregar el beneficio que lo justifique.
Es decir: es natural y necesario padecer molestias y disfrutar placeres para conservar la vida, pero los excesos que no aportan este beneficio, son patológicos y merecen ser evitados.
(1) El budismo zen y
Administración del desequilibrio
«¡Me alegra estar triste!»
Receta racional
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