viernes, 2 de mayo de 2014

El corazón de la personalidad



 
Cursamos tres tipos de experiencias infantiles que justifican en gran medida que en la adultez caigamos en pérdidas de la autoestima, que desconfiemos del amor que sentimos y del amor que nos dicen que inspiramos, que tengamos una visión depresiva de lo que es vivir y de lo que es procurar darle vida a nuevos ejemplares de la especie.

Muchas personas creemos que la infancia es una etapa de nuestra vida en la que se diseñan y determinan muchas particularidades de lo que será nuestra personalidad.

De hecho, el psicoanálisis hace hincapié en las peripecias vividas en aquella época y cuando el paciente puede recordarlas y resignificarlas, (entenderlas con la mentalidad adulta), se producen cambios significativos en la psicología del individuo.

 Como siempre ocurre, lo importante pasa a ser lo que genera malestar y deja de ser interesante todo lo bueno que vivimos en aquella época.

Vale la pena recordar tres tipos de experiencias:

1) Nuestro tierno amor hacia nuestros padres, era sano, genuino, lo mejor de nosotros, pero cuando pretendimos casarnos con nuestra mamá o con nuestro papá, sentimos una reprobación dolorosa, injustificada, lacerante.

Casi nadie tuvo la suerte de que le explicaran por qué no era bueno fundar una familia con un familiar. La ignorancia de los padres sobre cuáles son los motivos de la prohibición del incesto los convirtió en necios, violentos, brutales y eso nos convenció de que nuestros sentimientos amorosos son peligrosos por naturaleza, porque sí, sin explicaciones. Para casi todos quedó la idea de que debemos desconfiar de nuestras mejores intenciones. Nuestra primera propuesta amorosa fue rechazada impiadosamente.

2) Toda nuestra sabiduría innata se encontró con que nuestros seres queridos no la validaron, nos mandaron a la escuela a reaprender lo que los adultos dominantes creían. Nuestra sabiduría fue desacreditada, despreciada, algunos hasta se burlaron de ella. En la escuela se nos dijo cuáles eran las creencias valiosas y, en los hechos, nos dijeron que nuestros conocimientos no sirven.

Con esta historia es lógico que algunos adultos tengan rechazo a estudiar, desconfianza de los maestros y de los profesores, fobia a los libros, terror a rendir examen. En este estado, los conocimientos son fuente de dolor, de vergüenza, de rechazo, de heridas a nuestro amor propio.

3) Los humanos somos egoístas, tenemos que serlo de tan pobres y vulnerables que somos. Al niño se lo educa, adiestra, disciplina para que no sea egoísta, para que preste sus juguetes aun a quienes él no ama.

Es probable que los adultos seamos tan mezquinos, aunque hipócritamente solidarios y caritativos, porque alguna vez fue violado nuestro instinto de conservación obligándonos a desprendernos de lo que más deseábamos conservar. Estas traumáticas experiencias nos hicieron hipócritas, mentirosos y avaros que disimulan su avaricia.

Estos tres tipos de experiencias infantiles justifican en gran medida que en la adultez caigamos en pérdidas de la autoestima, que desconfiemos del amor que sentimos y del amor que nos dicen que inspiramos, que tengamos una visión depresiva de lo que es vivir y de lo que es procurar darle vida a nuevos ejemplares de la especie.

 (Este es el Artículo Nº 2.207)

Fuimos un niño pobre



 
Somos ineficaces para resolver la desigualdad en el reparto de la riqueza porque nuestros sentimientos son definitivamente egoístas. No queremos ayudar a los pobres, queremos sentir lástima por las privaciones que padecimos en nuestra niñez.

Me atrevo a afirmar que el dolor que nos provoca la injusticia distributiva, la desigualdad económica entre pobres y ricos, recibe la mayor intensidad emocional de nuestro pasado, de cuando éramos niños y estuvimos casi permanentemente frustrados de la peor manera.

A todos nos ocurrió porque es inevitable: la niñez se caracteriza por una enorme fuerza deseante y, a la vez, por la casi total imposibilidad de que alguien logre darnos satisfacción. No podrían hacerlo ni con toda la fortuna planetaria.

La mentalidad fantasiosa nos hace pensar que los adultos son egoístas, que son millonarios que deliberadamente, con total maldad, se ensañan privándonos de eso que tantos necesitamos para ser definitivamente felices: «Esa muñeca o ese camioncito rojo, ¡qué les cuesta!, ¿por qué son tan miserables que no me lo compran?»

Los ricos, que poseen la mitad de la riqueza mundial, reciben estos mismos sentimientos cuando la prensa nos reitera los padecimientos infames que sufren injustamente millones de personas, especialmente niños.

Como nuestras frustraciones infantiles son tan horribles que terminamos olvidándolas para no seguir padeciendo, casi todos los adultos no pueden creer que su dolor actual venga desde su infancia. Por el contrario, están convencidos de que es la sensibilidad normal, propia de un ser humano mentalmente sano, la que no puede tolerar que unos pocos ricos sean los causantes de tanto dolor.

Quizá pueda decirse que, efectivamente, es lamentable que una mayoría sufra privaciones, pero de todos los sentimientos que nos dispara esta situación, probablemente tengan un 10% de realismo y un 90% de reactivación de lo que fue nuestra triste historia y que tuvimos que olvidar, (o por lo menos quitar de la conciencia), para no sufrir inútilmente.

No sería extraño que estemos perdiendo noción de realidad cuando nos dejamos llevar por sentimientos inadecuados. Si pudiéramos destinarle el interés que realmente se merecen las desigualdades socio-económicas, quizá podríamos tomar decisiones más acertadas pues, las que se han tomado en los últimos siglos, son totalmente ineficaces.

Somos ineficaces porque nuestros sentimientos solidarios son mayoritariamente egoístas. No queremos ayudar a los pobres, queremos sentir lástima por aquello que nos pasó y que tenemos reprimido en el inconsciente.

 (Este es el Artículo Nº 2.188)

Por qué es tan difícil ganar dinero



 
Por lo que aquí les comento, el empobrecimiento es una situación mucho más normal que el enriquecimiento. Los hechos confirman esta conclusión: existen muchos más pobres (normales) que ricos (anormales).

Por culpa del estómago no podemos tener ingresos económicos más espaciados de lo que nuestra alimentación nos exige.

Si hoy ganamos dinero suficiente para los gastos del día, tenemos que pensar algo para resolver los gastos del día de mañana.

Nuestra vida tiene que organizarse de tal forma que podamos compensar una pérdida constante: diariamente tenemos que reponer las energías consumidas. Es un egreso imparable.

Una de las alternativas consiste en tener un ingreso de dinero grande para ir gastándolo dosificadamente.

Si cometiéramos el error de gastar en un día lo que cobramos esporádicamente, nos aseguramos que, cuando no tengamos ingresos, no podremos comer.

Por lo tanto, lo único que tenemos seguro es el egreso: si seguimos con vida tendremos hambre.

Esta seguridad del egreso, que contrasta con la inseguridad del ingreso, nos provoca un estado de ánimo especial: siempre tenemos la sensación que gastamos con facilidad y que ganamos con dificultad.

El instinto de conservación, en su tarea de orientar nuestra conducta para vivir el mayor tiempo posible, nos envía señales dolorosas y placenteras. En general, las placenteras no son otra cosa que el alivio de las dolorosas.

Subjetivamente también, ambas sensaciones son vividas con dramatismo en el caso del dolor y con relativa indiferencia en el caso del alivio del dolor (placer).

Si ambos fenómenos, (gastar y ganar), tuvieran la misma intensidad, seguramente percibiríamos con nitidez el esfuerzo por ganar y apenas nos daríamos cuenta del alivio obtenido cuando gastamos.

A su vez, el esfuerzo doloroso requerido para ganar dinero se nos presenta subjetivamente con mayor claridad que la gratificación obtenida cuando satisfacemos las necesidades o deseos acuciantes.

Con estos elementos podemos concluir que el dinero se gana con dolor y se gasta con placer, por lo cual, subjetivamente, tenemos más dificultad para ganar que para gastar.

Espontáneamente trataremos de evitar el sufrimiento y, por lo tanto, trataremos de NO ganar dinero. Asimismo, trataremos de aumentar los momentos de placer y, por lo tanto, trataremos de gastar dinero.

El resultado es el ya conocido: la administración de nuestros ingresos y egresos siempre estará presionada al déficit, al empobrecimiento, a gastar más de lo que ganamos.

Al observar todos los elementos acá reunidos, podemos decir que el empobrecimiento es una situación mucho más normal que el enriquecimiento. Los hechos confirman esta realidad: existen muchos más pobres (normales) que ricos (anormales).

(Este es el Artículo Nº 2.176)