viernes, 5 de agosto de 2011

Los anillos de oro abrigan demasiado

Quienes se quejan de pequeños problemas suelen jactarse de sus privilegios y disfrutan provocando envidia.

Las personas que acostumbran a quejarse públicamente lo hacen por arrogancia aunque estamos propensos a pensar que lo hacen porque están doloridas, porque se han visto perjudicadas, porque han padecido una pérdida.

Cuando con mis amigos cursábamos la edad en la que acceder íntimamente a una mujer era algo más que milagroso y nuestra vida sexual se limitaba a la autocomplacencia, nos reunimos a mirar revistas de sexo explícito, no tanto para estimularnos eróticamente sino que nuestra diversión consistía en criticar despreciativamente algunos rasgos físicos superfluos de mujeres inalcanzables, hermosísimas, tan sobrenaturales como Marilyn Monroe cuando «nos miraba» muy enamorada.

Jugábamos a que teníamos tantas amantes a nuestra disposición que podíamos ponernos exigentes en forma extrema con alguna que tuviera mal depilada una ceja, el dedo meñique del pie estuviera retraído, o mostrara algo de celulitis en uno o dos poros de los glúteos.

El juego era divertido porque nos burlábamos de nuestra pobreza, soledad, insignificancia como varones anhelantes de alguna mujer, fuera como fuera, sin la más mínima pretensión.

La actitud quejosa suele ser el audio de una conducta arrogante porque quien la emite está sugiriendo algo así como «si me quejo de estos problemas tan insignificantes es porque no tengo más de qué quejarme, lo tengo todo, soy un privilegiado».

— Una mujer se queja de que su marido es un cargoso porque siempre la lleva y la trae del trabajo;

— Un hombre se queja de que el padre de 90 años repite algunas anécdotas (despreciando la fortuna de tanta longevidad);

— Otro dice estar harto de tener cada vez más responsabilidades por más que no paran de aumentarle el salario;

— Alguien protesta porque comprar un auto nuevo genera muchos gastos, etc.

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Obesidad y enriquecimiento patológico

Una reacción traumática por haber sentido hambre en los primeros meses de vida pudo instalar una búsqueda desesperada, irracional, exagerada (e inconsciente) de evitar la pobreza.

Las nuevas cargas tributarias no se llevan a consulta popular porque ya se sabe el resultado: el 100% de los ciudadanos dirá que no está dispuesto a pagar nuevos impuestos.

Por eso cualquier propuesta (1) de que la incertidumbre es el estado natural del ser humano cuenta con el 100% de desaprobación porque nadie está dispuesto a reconocer que deba privarse de las ilusiones que lo puedan obligar a tener que decir algún día «sólo sé que no sé nada» (según nos contó Platón que alguna vez dijo Sócrates).

Para evitar la angustia provocada por la incertidumbre recordamos qué fue lo que ya nos ocurrió y aprendemos qué fue lo que ya les ocurrió a otros, para formar con todo eso un conjunto de conocimientos que intentaremos usar guiados por la creencia (hipótesis, teoría) de que «la historia se repite».

Es posible pensar que también existe una memoria inconsciente de los primeros días de vida post parto.

Si un pequeñito siente hambre seguramente se siente morir, su instinto de conservación asociado a una máxima vulnerabilidad, bien pueden generar sensaciones terroríficas provocadas por un dolor tan profundo, abarcativo, desesperante.

En esta hipótesis, también podemos pensar que algunos de esos niños quedarán tan afectados por esas experiencias que sin saberlo (inconscientemente) quedarán predispuestos para jurar, prometer, tomar todas las precauciones que hagan falta para ¡nunca más sentir hambre!

Esta promesa olvidada pero hecha en momentos de desesperación, puede ser la causante, motivadora, estimulante de una búsqueda también desesperada de enriquecer, de poseer más alimento del que sería capaz de aprovechar.

No es descabelladlo pensar que esa promesa inconsciente sea causa de obesidad o enriquecimiento patológico.

(1) El delicado aparato psíquico

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Los costos de algunos temores

Quienes temen ser acusados de incumplidores o morosos suelen convertirse en víctimas de aquellos que nunca devuelven lo que reciben.

Los organismos funcionan porque están permanentemente buscando un equilibrio que una vez logrado vuelve a perderse.

En los seres humanos la sensación subjetiva de desequilibrio se manifiesta a través de algún malestar: dolor, angustia, náusea, etc.

Cuando estos malestares son insufribles, ya sea por su intensidad o por la baja tolerancia de quien los padece, se disparan acciones automáticas de compensación que son tan exageradas como la hipersensibilidad del afectado por el desequilibrio.

Lo digo de otra forma: la sensibilidad al dolor varía de una persona a otra. Por ejemplo, quienes practican boxeo la tienen muy baja. Con uno solo de los golpes que recibe un boxeador, un adulto hipersensible necesitaría una semana de recuperación a máxima quietud.

Este adulto muy impresionable quizá sólo necesita reposar una hora para recuperarse del mencionado golpe pero sin embargo el exceso de sensibilidad lo obliga a exagerar el tiempo de recuperación y lo extiende a siete días.

En situaciones menos tangibles que un golpe de puño, esta reacción exagerada puede convertirse en una virtud.

Por ejemplo, un joven con fuerte amor propio (exceso de sensibilidad) pierde un examen de biología. Como es la primera vez que le ocurre una «tragedia» de tal magnitud, el joven exagera la reacción y veinte años después recibe un premio nacional de medicina.

Quienes temen endeudarse y les horroriza imaginar que alguien les reclame un pago, se compensan dando, regalando, prestando preferentemente a quienes tienen fama de malos pagadores.

Estas personas logran cierta paz interior cuando se aseguran de que «los demás» les deben (aunque nunca recuperen lo que prestaron).

El reequilibrio exagerado del temor a ser acusado de moroso o incumplidor genera pobreza patológica.

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El beneficio secundario de algunos fenómenos penosos

La muerte y otras pérdidas, son indirectos generadores de vida y ganancias.

La muerte, a pesar de la antipatía que genera porque nos provoca sentimientos dolorosos, es la que nos permite seguir vivos, entre otros motivos porque el planeta es como un frasco hermético que navega en el cosmos, con un volumen fijo que oficia de límite para nuestra expansión.

Sin embargo, si estamos de acuerdo en que la Tierra tiene el mismo volumen que hace millones de años (acrecentado mínimamente por los meteoritos que traspasan la atmósfera y quedan incorporados al volumen total), entonces no podemos decir que más personas implicaría más volumen terráqueo.

Lo que sí ocurre es que el aumento de cualquier población, lo que hace es transformar material inerte (minerales, agua) en materia viva.

Cuando comemos una hortaliza, transformamos en moléculas humanas las moléculas vegetales que anteriormente habían transformado en células vivas los minerales inertes que extrajo de la tierra donde estaba plantada.

En suma 1: un aumento de seres vivos no expande el planeta sino que solamente le cambia su composición.

Pero no solo la muerte favorece la vida y no es precisamente la generación de espacio provocada por la muerte la que estimula el fenómeno vida.

Las empresas de demolición se dedican a destruir edificios (¿matar?) para generar nuevas construcciones que dan ocupación de mano de obra y nuevas locaciones para alojar mayores poblaciones.

Los antisociales vandálicos que destrozan bienes públicos, también generan mano de obra para su reparación.

Los ladrones obligan a sus víctimas a trabajar más para reponer lo que perdieron.

La lucha contra la inseguridad ciudadana (guardias, cerrajería, seguros, alarmas) estimula una serie de actividades que aumentan el Producto Bruto Interno (PBI) de un país.

En suma 2: Muchos fenómenos tan antipáticos como la muerte estimulan indirectamente a la simpática vida.

Artículos vinculados:

Los préstamos por temor al robo

La homosexualidad carcelaria

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El delicado aparato psíquico

Las ideas (creencias) funcionan como piezas rígidas e imprescindibles de nuestro «aparato psíquico». Cambiar sólo una, implicaría cambiar todas las demás.

Como si se tratara de un complejo mecanismo de relojería, nuestra psiquis tiene entre sus miles de piezas, a las creencias (prejuicios, ideas, opiniones).

Aunque estas piezas del intrincado mecanismo son intangibles, invisibles (no se pueden tocar ni ver), no son menos efectivas y sobre todo rígidas.

Como decía en otro artículo (1), cualquier desajuste nos provoca dolor. Al mal funcionamiento de este «mecanismo» lo percibimos como incertidumbre, duda, inseguridad.

Tras estas sensaciones viene la angustia y tras esta, decaimiento, insomnio, disfunciones sexuales y un sinfín de molestias, dolores y desarreglos que generalmente son tratados por la psicosomática.

Pensemos por un momento que ese intrincado mecanismo de relojería que nos defiende de esta incertidumbre y sus consecuencias, es atacado por agentes externos que cuestionan (critican, descalifican) la perfección de alguna de sus piezas.

Por ejemplo, varios compañeros de trabajo nos critican burlonamente porque oramos al Señor la gracia que nos concede brindándonos la comida que nos alimenta.

Esta «pieza» (la creencia en Dios) de nuestro complejo mecanismo, es imprescindible para conservar el buen funcionamiento de nuestra mente, psiquis, emociones (aparato psíquico).

A su vez, en el «aparato psíquico» de nuestros compañeros de trabajo es muy importante una pieza que podemos denominar «ateísmo».

Aunque a ellos y a nosotros nos parezca que las demás mentes pueden pensar como la nuestra, eso no es así. Por seguir con el ejemplo, los repuestos de un reloj Casio no le sirven a la maquinaria de un reloj Citizen.

Si en el mecanismo de ellos o de nosotros está la «pieza» según la cual todo «mecanismo» diferente es una amenaza real o potencial, ellos o nosotros intentaremos combatir al supuesto enemigo (intolerancia).

(1) Las verdades personales

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Aliviarnos de la desgracia ajena

Para resolver nuestra angustia ante la desgracia ajena pensamos «a mí no me va a pasar» y la víctima «algo habrá hecho».

Con diferente intensidad todos estamos preocupados por nuestra salud, seguridad, vida.

La aparición de alguna señal (dolor, accidente, noticia) nos aumenta esa intensidad y cuando nuestro entorno (interior y exterior) carece de excitantes, podemos pasar algunas horas, días y hasta semanas, sin acordarnos de nuestra salud, seguridad y vida.

Esta intensidad está vinculada no solamente con las características del estímulo (dolor desconocido, inmovilidad sorprendente, pérdida de visión) sino también con nuestra particular forma de evaluar su gravedad.

Dicho de otro modo: algunas personas somos más temerosas, aprensivas o desconfiadas que otras.

Un pensamiento tranquilizante muy difundido se caracteriza por tener la convicción que se resume en la frase «a mi no me va a ocurrir».

Otro pensamiento tranquilizante similar se caracteriza por suponer que nuestra conducta incluye inteligentemente las precauciones suficientes para quedar a salvo de todas esas peripecias que le ocurren a quienes nos rodean.

En otras palabras: cuando vemos que un vecino se enferma, un pariente se accidenta o un conocido es asaltado, sufrimos una identificación inevitable (porque el perjudicado es un semejante) que rápidamente podemos anestesiar pensando algo así como «el damnificado algo habrá hecho para padecer ese daño».

Este razonamiento tranquilizador debe poseer todas las características de una certeza, convicción, verdad irrefutable. Así necesitamos que sea nuestra reacción para lograr la serenidad buscada.

La consecuencia ya la conocemos: para respaldar esta creencia salvadora, nos paramos frente a nuestro semejante debilitado por su mala suerte, no en actitud colaboradora sino inspectiva, acusadora, recriminatoria.

Esta reacción tan poco solidaria es coherente con nuestra convicción tranquilizadora de que el infortunado «algo habrá hecho» que nosotros nunca haríamos y por eso «a mí no me va a ocurrir».

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La fe es un sentimiento enfermizo

¿Todos somos culpables (pecadores)?


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