martes, 3 de diciembre de 2013

El innecesario deseo del escritor

  
Quienes estudian un libro pueden intentar conocer el deseo del autor así como pretendieron conocer el deseo de su mamá.

Nuestra madre es un personaje tan imprescindible como angustiante.

Con ella aprendemos a amar.

Este sentimiento gregario tan fuerte, importante y que, si contamos con la suerte suficiente, sentiremos a lo largo de toda la vida, nos permite participar en vínculos personales con nuestros familiares, cónyuges, hijos, compañeros de trabajo, colegas.

No podemos dejar pasar la ocasión para agregar que el sentimiento de amor que nos inspiró nuestra madre y que tendremos por el resto de la vida, está íntimamente asociado a la conveniencia: amamos a nuestra madre porque ella nos resolvió oportunamente algo que nos causaba malestar (angustia, dolor, preocupación). Por lo tanto, siempre reaparecerá nuestro amor ante quienes nos provean calidad de vida emocional, tangible, práctica.

Con nuestra madre, no solo aprendemos a amar sino que también aprendemos qué se siente cuando queremos saber qué desea quien nos provee esa calidad de vida tan necesaria y que querríamos controlar.

Si la madre fuera un varón, quizá sería fácil saber qué quiere, pero la anatomía y la fisiología de ellas son tan complejas que intentar entenderlas es como intentar reparar un transbordador espacial contando solo con un destornillador y una pinza.

Cuando nos enfrentamos a un texto difícil de comprender, recaemos en aquella antigua incertidumbre y lo primero que se nos ocurre es tratar de interpretar qué fue lo que quiso decir el confuso escritor.

La tarea es correcta en el niño con su madre, pero incorrecta en el adulto. Este no tiene por qué averiguar qué quiso decir el autor sino que debería conformarse con autoobservar qué ideas le sugiere el texto. Sus propias ideas son las que le importan. Las que tuvo el autor ya no importan.

(Este es el Artículo Nº 2.096)


Los casados son más gobernables que los solteros

  
Es más fácil convencer a matrimonios que a ciudadanos solteros. Es la receta maquiavélica infalible, que defendemos como si nos beneficiara.

El instinto de conservación nos gobierna a nivel individual y también a nivel de especie. No solo cuidamos nuestra integridad física, sino que sentimos una fuerte vocación por tener por lo menos un hijo.

Las mujeres tienen estos instintos, (el de conservación individual y el de conservación de la especie), más desarrollados que los varones. Parece coherente que así sea: si ellas asumen el 80% del esfuerzo, significa que los varones nos encargamos del 20% restante. Si estos porcentajes fueran reales, podemos asegurar que ellas se esfuerzan cuatro veces más que nosotros (4 multiplicado por 20% = 80%).

La sobrecarga que ellas padecen está parcialmente compensada por un umbral de tolerancia al dolor más alto que el de los hombres. Por este motivo la percepción subjetiva de esfuerzo no conserva la proporción de 80 y 20, sino que ellas, no solamente buscan quedar embarazadas sino que, en muchos casos ayudan a los varones con todos los problemas que nos hacemos para cumplir este exiguo 20%.

Sin embargo, que hombres y mujeres vivamos en parejas no es más que una costumbre que a veces se ha convertido en obligatoria porque a los gobernantes les conviene que sus gobernados andemos de a dos porque así somos más débiles y gobernables.

Retomo un comentario que hice en otro artículo (1) sobre cómo el dualismo cartesiano, esa creencia casi universal de que los humanos somos la suma de un cuerpo y un espíritu, ha llegado hasta nuestros días como si fuera una verdad incuestionable, porque creyendo eso somos más débiles y gobernables.

Es más fácil convencer a matrimonios que a ciudadanos solteros. Es la receta maquiavélica (2) infalible, que defendemos como si nos beneficiara.



(Este es el Artículo Nº 2.092)


Aquel baile fatídico


Mariana no fue a aquel baile porque tenía ganas de bailar sino para acompañar a su mejor amiga, Lucía, que se había enamorado de un muchacho de pésimas referencias: Alberto Romero.

La acompañó a pesar de que su mamá, después de intensas averiguaciones con las vecinas, le dijo: «Mariana, mirame a los ojos: ¡No vayas!».

La muchacha ya había sentido otras veces esa brisa helada que la envolvía de pies a cabeza. Siempre había funcionado, pero ahora no funcionó. La amiga había llorado amargamente y necesitaba ir a ese lugar donde quizá se encontraría con Alberto.

Fueron, con la condición de que irían y volverían en un taxi pagado por el padre de Mariana. El lugar era tenebroso, de fama deplorable, pero Lucía era la mejor amiga y el llanto desesperado había calado muy hondo en los huesos de Mariana: “Acompañaría a mi amiga así fuera lo último que hiciera en la vida”, se dijo para sí misma, imaginando que se lo decía a la madre.

Alberto no fue. Lucía hizo preguntas y le contestaron con evasivas que la llenaron de preocupación y de más angustia. Pero sin embargo fue Ricardo Lemos, un muchacho delgado, de mirada esquiva, peinado con mucho fijador de aspecto húmedo.

Cuando Mariana lo vio creyó haber metido los dedos en un enchufe: se le contrajo el estómago, algo le paralizó las piernas. Lucía la golpeó levemente con el codo y le preguntó: «¿Qué te pasa, Mariana? ¿Te sentís bien? ¡Cerrá la boca que parecés una enferma!».

Mariana reaccionó, pero por poco tiempo porque Ricardo la invitó a bailar tomándola por la cintura y, sin palabras, llevándola hasta la pista.

Lucía ya no tuvo más a su compañera fiel y tuvo a una amiga atontada que no paraba de hablar de aquel hombre y que no paraba de decir que ya nada importaba en la vida, excepto él.

Por un tiempo, Mariana y Ricardo no se vieron hasta que recibió un mensaje de texto en el que le decían que él quería hablar urgentemente con ella.

Desde la cárcel, él le ordenó que fuera dispuesta a realizarle una visita conyugal cuando estuviera ovulando.

Por supuesto que Mariana fue. Los padres envejecieron visiblemente. Toda la familia cayó en un precipicio. No sabían qué hacer. Fueron consultados psiquíatras, adivinos y curanderas.

El primer embarazo lo abortó espontáneamente, pero los dos siguientes llegaron a término. Todos tenían que reconocer que los niños, (un varón y una nena), eran hermosos. También tenían que reconocer que Mariana estaba muy deteriorada por la miseria económica en la que había caído, pero que sus ojos eran dos soles radiantes de felicidad.

Hoy, doce años después de aquel baile fatídico, siguen juntos y ella tan enamorada como antes. Los padres fallecieron, quizá prematuramente, sumidos en el dolor, preguntándose qué hicieron mal.

A Mariana sólo le importa su familia, aunque el compañero casi nunca esté libre..., como tantos maridos demasiado trabajadores. Por suerte Lucía parece una amiga infalible.

 (Este es el Artículo Nº 2.090)


No siempre buscamos la comodidad

  
Por cómo buscamos enfrentar los problemas inherentes a gestar hijos, parece que no siempre rechazamos tener problemas y angustia.

Estaremos de acuerdo en que tener hijos, engendrarlos, gestarlos, parirlos, es un mandato natural. Estamos instintivamente predispuestos para realizar estas acciones.

Sabemos que estos emprendimientos, (tener hijos), nos someterán a realizar mucho esfuerzo, preocuparnos, privarnos de diversiones, quizá postergar definitivamente anhelos, pasaremos noches sin dormir, sentiremos angustia cuando demoran en llegar de sus paseos, diversiones o actividades.

Objetivamente, tener hijos es buscar, y encontrar, muchas molestias, incomodidades, insatisfacciones, frustraciones. La pregunta que surge sin que nadie la estimule es: ¿por qué los humanos nos metemos en estos emprendimientos que parecen ser tan inconvenientes?

La primera reacción de muchas personas suele ser de escándalo. La pregunta parece criticar negativamente una acción que cualquier cultura aprueba fervorosamente.

Aunque suene inadecuada es necesario formularla para poder seguir adelante.

Sin no nos hiciéramos esta pregunta no podríamos abordar la hipótesis según la cual los humanos no siempre buscamos el placer, la diversión, el alivio, el descanso, la ausencia de preocupaciones, el dormir todas las noches sin interrupción.

Estamos en condiciones de afirmar que los humanos también podemos disfrutar de toda esa cantidad de molestias que inevitablemente nos acarreará el fecundar hijos.

Más aún: la muerte de un hijo quizá provoque el dolor moral más terrible de los que podemos padecer. Por lo tanto, si perdemos esta fuente permanente de malestares, preocupaciones y angustias, estaremos peor que nunca.

Estas experiencias que tenemos con nuestros hijos, y que estoy resumiendo como la exposición a fuertes padecimientos anímicos que nunca desearíamos perder, pueden sugerirnos la hipótesis de que no solo en el caso de tener hijos buscamos malestares. Quizá busquemos inconvenientes, problemas y dificultades también en otras ocasiones.

No siempre rechazamos la angustia de la que tanto queremos alejarnos.

(Este es el Artículo Nº 2.086)


El cerebro se autoevalúa positivamente


Observemos que la opinión que tenemos sobre la confiabilidad de nuestros pensamientos es generada por el mismo cerebro que evaluamos.

¿Por qué es tan sencillo calmar un dolor corporal ingiriendo un calmante de venta libre y es casi imposible liberarnos de la angustia, la ansiedad, la incertidumbre?

Desde mi punto de vista, la mente humana no puede ver aquello en lo que no cree. Si no fuera porque creemos en la existencia de objetos tangibles, como es por ejemplo un jarrón lleno de flores, no veríamos los jarrones.

En otras palabras: vemos los jarrones porque creemos que existen objetos tangibles, fabricados por el ser humano o por la Naturaleza.

Cuando creemos que los humanos somos la suma de un cuerpo y un espíritu estamos condicionando nuestras actitudes suponiendo que el dualismo cartesiano es verdadero (1). Como los científicos son seres humanos, tan sometidos a las creencias como cualquier de nosotros, la industria farmacéutica ha encontrado soluciones para las dificultades somáticas y no ha encontrado soluciones para la parte intangible, espiritual.

No descartaría que el rezago tecnológico que padecen la psiquiatría, la psicología y el psicoanálisis obedezca a que, inconsciente o conscientemente, creemos en la existencia de un espíritu misterioso, mágico, celestial, místico, inaccesible, perteneciente a una realidad superior, a otro mundo.

Estamos en minoría quienes suponemos que el espíritu (alma) es una producción cerebral, una sensación subjetiva, un invento que se convalida por consenso, pues todos, de una u otra manera, tenemos un cerebro que segrega ese tipo de pensamientos, con tal intensidad que los homologamos, los consideramos verdaderos y dignos de ser integrados a nuestras decisiones.

Observemos que esa homologación, esa confirmación, es producida por el mismo órgano que evaluamos. Nuestro cerebro se convierte en juez y parte.

El cerebro dice que él piensa bien y que debemos creerle.




(Este es el Artículo Nº 2.085)


Somos pobres porque nos creemos endeudados


Cuando cuentan nuestra historia insisten con los detalles de los terribles dolores del parto, pero nunca mencionan cuanto gozaron gestándonos.

El escritor Hans Christian Andersen (Dinamarca, 1805-1875), escribió varios cuentos para niños, alguno de los cuales quizá usted conoce: El patito feo, La sirenita, El traje nuevo del emperador.

Escribió cuentos para niños y también para psicólogos que no aprendemos solo de Freud.

En El traje nuevo del emperador se cuenta que dos caraduras convencieron a un emperador y a sus asesores de que eran capaces de tejer una prenda visible solo para personas de buen corazón.

Los hábiles estafadores se instalaron en el palacio, pidieron mucho dinero para la compra de materiales, comieron y bebieron todo lo que pudieron, dieron tiempo al pueblo para que la noticia fuera ampliamente conocida y, cuando llegó el gran día, el emperador salió a recorrer la comarca vestido con el traje que solo podrían ver las personas de buen corazón. Todos aseguraron que el traje era hermoso para demostrar que tenían un buen corazón y solo un inocente niño dijo: «El emperador está desnudo».

Mujeres y hombres seguimos creyendo que nuestras hembras sufren dolores terribles cuando paren.

Así como en el cuento de Andersen los pobladores tenían que ver algo invisible para demostrar que tenían buen corazón, quienes no crean que los humanos son los únicos mamíferos que paren con dolor, o no tienen buen corazón o son tontos o traicionan un mito sagrado.

Como en este blog están agrupados los artículos que refieren a las dificultades para ganar dinero les comento qué nos ocurre a los humanos.

Cuando comenzamos a enterarnos de cómo empezó nuestra existencia nadie nos dice todo lo que gozaron nuestros padres gestándonos, pero nos repiten hasta el cansancio todo lo que padecieron.

Somos pobres porque nos creemos endeudados.

Artículo vinculado


(Este es el Artículo Nº 2.059)


...y si todos fuéramos un poco masoquistas?


Aseguramos que solo unos pocos enfermos gozan sufriendo. ¿Cómo cambiaría toda nuestra filosofía de vida si admitiéramos lo contrario?

Cuando algo se extravía tendemos a buscarlo donde debería estar, con lo cual prolongamos innecesariamente el tiempo de extravío. Podríamos encontrarlo antes si pudiéramos buscarlo donde no debería estar.

Este mínimo ejemplo es útil, sin embargo, como prueba de que el libre albedrío no existe en tanto no buscamos donde queremos sino donde nuestros condicionamientos mentales nos obligan a buscar.

Hace años que busco (donde no deberían estar) asuntos extraviados, precisamente para ver si encuentro lo que mis hermanos humanos no encuentran, por ejemplo, causas reales de la pobreza económica, esa pobreza que desde hace milenios afecta a nuestra especie y que los expertos más encumbrados no logran resolver.

Algo que no debería ser es que los humanos disfrutemos sufriendo. Estamos convencidos de que buscamos el placer y que huimos del dolor.

Tan convencidos estamos de que los humanos huimos siempre del dolor que cuando encontramos a alguien que se estimula sexualmente sufriendo decimos que es masoquista, es decir, alguien diferente al resto, un anormal, un enfermo.

¿Y qué ocurriría si todos nuestros pensamientos los organizáramos partiendo del supuesto que no es tan cierto que los humanos rehuimos sistemáticamente del dolor?

Obsérvese que cualquier idea que haya alcanzado la categoría de «verdad», se convierte en algo tan sólido e inamovible como una montaña. Cualquier cosa que pensemos tendrá que tenerla en cuenta tal cual es, sin modificaciones. A la postre, una verdad es algo tan rígido e inmóvil que se convierte en el centro alrededor del cual todos los demás conceptos deben girar. ¿Y si esa montaña no fuera tan rígida e inmóvil?

Al ver cómo se sacrifican libremente las personas en un gimnasio tengo que dudar que evitemos el dolor.

(Este es el Artículo Nº 2.070)