domingo, 4 de noviembre de 2012

Colaboración bajo amenaza



   
Algunas personas hieren nuestra sensibilidad con exhibiciones asqueantes y sádicas, obligándonos a ayudarlas para aliviar el dolor que nos provocan.

Supondré que usted y yo estamos de acuerdo en que «somos hijos del rigor». En otras palabras: estamos de acuerdo en que LAMENTABLEMENTE los humanos actuamos mejor bajo presión que bajo persuasión. Si estamos obligados bajo amenaza, hacemos lo que tenemos que hacer más rápido y bien, por temor al castigo.

Este modelo no es casual pues la propia naturaleza recurre a causarnos molestias, frustraciones y dolores de variada intensidad cuando procura que hagamos algo: comer, descansar, curar, aliviar, evitar.

Por lo tanto, sensibles al modelo de «liderazgo» que practica la naturaleza con nosotros, tan solo lo copiamos.

Me referiré a cómo las personas que nos necesitan pueden aplicar una estrategia tan natural como la mencionada.

Si la naturaleza nos provoca dolor para que «hagamos algo» curativo, algunas personas se las ingenian para trasmitirnos sus dificultades provocándonos el dolor que sea necesario para que también «hagamos algo», pero por ellos.

El solo hecho de comentar sus dificultades puede ser suficiente para que nos sintamos obligados moralmente a colaborar con sus problemas.

Si el mero comentario no fuera suficiente, quizá apelen a algo más contundente como es llorar, quejarse o mostrarnos lastimaduras, bultos o erupciones que nos provoquen asco.

A partir de estas agresiones (que pueden ir desde el comentario quejoso a las exhibiciones más hirientes de la sensibilidad), quedamos atrapados en una especie de chantaje, según el cual tenemos que ayudar, nos guste o no nos guste, para que finalicen los motivos de queja y deje de lastimarnos.

Por lo tanto, es posible observar que algunas personas nos piden ayuda hiriendo nuestra sensibilidad con exhibiciones asqueantes, morbosas y hasta sádicas, obligándonos a colaborar para aliviar el dolor que nos provocan.

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(Este es el Artículo Nº 1.739)

Adultos que usan procedimientos infantiles



   
Los procedimientos para resolver los problemas son diseñados en la primera infancia. Desarrollarse es remplazar soluciones infantiles por soluciones adultas.

En la primer etapa de nuestra existencia tenemos que buscar la manera de adaptarnos al entorno que nos tocó en suerte, compuesto por la sociedad, el clima, la abundacia o escasez de alimentos, a la situación política, a la guerra o a la paz reinantes, a cómo nos tratará nuestra madre si hubiese preferido abortarnos pero alguien se lo impidió.

Tenemos que resolver toda esa cantidad de problemas cuando somos más ignorantes, más inexperientes, emocionalmente más frágiles, físicamente más débiles y desde el punto de vista económico, completamente pobres.

A pesar de todos estos elementos en contra, encontramos soluciones, creencias, procedimientos, estrategias.

No merece ningún tipo de fundamentación asegurar que esas soluciones no podrían ser más inadecuadas, precarias e ineficientes. Sin embargo son esas las mismas soluciones que continúan funcionando, a veces, hasta la vejez más profunda.

Pero como no existe regla sin excepción, la regla de utilizar las peores (precarias, primitivas, infantiles, ineficientes) soluciones en forma vitalicia, también tiene excepciones.

Unas pocas personas logran darse cuenta que la infancia que no se interrumpe en la adolescencia, es una infalible fuente de problemas.

A veces esas felices excepciones se generan después de haber pasado pruebas de vida muy duras (guerra, enfermedades, accidentes, cataclismos).

Esta es otra condición desafortunada que nos toca vivir: no solamente permanecemos con las soluciones tomadas en el peor momento, sino que para abandonar esas «peores soluciones» necesitamos haber constatado su ineficacia de la forma más dolorosa.

Esas excepciones suelen mejorar notoriamente su calidad de vida, adquieren una filosofía realista que los capacita para realizar las maniobras más ajustadas a la realidad, obteniendo así los mejores resultados.

Conclusión obvia: Desarrollarse es remplazar soluciones infantiles por soluciones adultas.

(Este es el Artículo Nº 1.717)

Las convicciones y la psicopatía



   
Las personas poseídas de un inquebrantable convencimiento (político, religioso), actúan como psicópatas pues ignoran los intereses ajenos.

Para un psicópata no existen ni pecados, ni culpas, ni remordimientos. Un psicópata no logra empatizar, sentir con el otro, darse cuenta de que si alguien sufre, esa otra persona podría ser él mismo.

Ellos entienden que existen normas sociales (respetar una fila, ayudar al caído, devolver lo recibido en préstamo), pero la evaluación que hacen del dolor ajeno los influye muy poco, no entienden que ellos podrían sufrir tanto como sus víctimas.

A los no psicópatas nos ocurre que hasta tomamos decisiones imaginando que los intereses ajenos son idénticos a los nuestros.

Quienes deciden por los demás (sin su consentimiento), tienen una especie de psicopatía porque también se equivocan al evaluar la sensibilidad de otros. El psicópata la desconoce casi en su totalidad y quienes toman decisiones sin consultar a los interesados, hacen algo parecido a los psicópatas aunque su conducta suele estar mejor adaptada a los reclamos de las víctimas de una ayuda inesperada.

También tienen una conducta bastante psicopática aquellas personas que, si bien poseen la sensibilidad de captar el dolor de un semejante y son capaces de sentir culpa por los daños que provocan en terceros, están guiados por objetivos que parecen pasarle por arriba a los demás.

Estoy pensando en quienes poseen una idiología que los provee de certezas incuestionables. Los dogmas suelen tener ese rasgo: les aportan, a quienes los utilizan, una gratificante ausencia de incertidumbre porque su credo les provee todas las respuestas.

Con estas suposiciones asumidas como verdades (los dogmas), el creyente no escucha nuestras opiniones diferentes. Como esa ideología lo tiene convencido de que no hay una forma mejor de entender la realidad, actúan como psicópatas seguros de que es por nuestro bien.

(Este es el Artículo Nº 1.732)

Los negocios curativos



   
Trabajar, producir, hacer negocios, pueden ser soluciones para una depresión no diagnosticable porque el depresivo así la mantiene compensada, neutralizada, casi curada.

No recuerdo cuándo ni dónde me enteré de  una historia con ribetes psicoanalíticos.

Trataba de una mujer muy rica, que vivía con su esposo, en una casa bellamente decorada.

Como suele ocurrir esta señora, a la que parecía no faltarle nada para ser feliz, sufría de una profunda depresión.

Sólo para ponernos de acuerdo, les recuerdo que una depresión anímica es un «Síndrome caracterizado por una tristeza profunda y por la inhibición de las funciones psíquicas, a veces con trastornos neurovegetativos».

Como por depresión también podemos entender que se trata de una concavidad, un hueco, un agujero de respetables dimensiones, esta señora tuvo una crisis muy dolorosa cuando un cuadro al óleo muy apreciado por ella, fue quitado para su venta.

A partir de esta pérdida su mala salud hizo crisis, pero por esas cosas que tiene el azar, no tuvo mejor idea que remplazar la obra pictórica por un cuadro «igual», pero hecho por ella... que no sabía ni de pinceles.

Se abocó a la tarea con la angustia de quien está desesperado, amenazado de muerte, de quien siente que se juega su última carta.

Como podrán imaginar el cuadro realizado por la novicia no tenía nada de parecido al que ella intentaba remplazar, pero sin embargo se sintió mejor haciéndolo y comenzó a salir del pozo depresivo.

Los síntomas son penosos (asma, fobias, alergias, arritmias cardíacas, y muchos otros) pero sin embargo resultan ser reequilibrantes, compensatorios, «saludables». Son tan difíciles de remover porque para hacerlo es preciso poner al paciente en riesgo de enfermar.

Trabajar, producir, hacer negocios, pueden ser soluciones para una depresión no diagnosticable porque el depresivo así la mantiene compensada, neutralizada, casi curada.

El sacrificio como premio



   
Existen procedimientos psicológicos para suponer que un acontecimiento notoriamente perjudicial, es en realidad una prueba o el beneficio de una capacitación.

Si cualquiera de nosotros fuera empleado de una prestigiosa compañía y fuéramos designados para hacer algún curso que nos demande mucho estudio,  o si fuéramos designados para realizar un durísimo entrenamiento, tendríamos suficientes motivos para pensar que los responsables de la administración de los recursos humanos ven en nosotros a alguien con gran potencial, con talento suficiente como para realizar gastos en capacitación que permitan ser catalogados como inversiones.

Aunque esta buena imagen que hemos inspirado en los directivos nos honra y nos llena de orgullo, debemos reconocer que las exigencias de la capacitación  nos demandan un gran sacrificio.

En nuestro estado de ánimo seguramente influirá la opinión de los testigos de esta nueva situación. Más allá de nuestra propia evaluación, veremos con agrado que muchas personas nos feliciten o que que algunos den muestras de envidiar nuestra suerte.

Aunque suena paradójico, encontramos acá una cualidad de la envidia: nos sirve para saber que nuestra situación es valiosa, deseable, honrosa. En otras palabras, la envidia ajena nos informa que estamos teniendo suerte, cosa que no siempre somos capaces de percibir.

Hasta acá tenemos situaciones reales, concretas, objetivas, fáciles de entender, pero existen otras menos reales, concretas, objetivas y fáciles de entender.

Cuando nuestra suerte cae y empezamos a sentir malestares de diferente grado, nuestra naturaleza puede reaccionar de dos maneras:

— Se pone en guardia e inicia un fuerte intento de mejorar las condiciones de vida; o, por el contrario

— Comienza a suponer que esa situación, que para casi todos es desafortunada, en realidad se trata de una prueba, una capacitación o un entrenamiento al que es sometido porque alguien superior, quizá Dios, lo ha elegido para otorgarle algún premio envidiable.

(Este es el Artículo Nº 1.710)