jueves, 9 de junio de 2011

Las ganancias excesivas

La intención de perjudicar a un semejante sigue funcionando porque en algún momento cualquiera de nosotros procura aprovecharse de alguien que nos aventaja en malicia.

Es probable que nuestro hijo de seis años, con inteligencia normal, entregue su bicicleta a cambio de un vistosa figurita con la foto de un jugador de water-polo de Ucrania, calculando que poseer para siempre la imagen de un rubio enorme comiéndose una banana en actitud simiesca es algo fascinante y mucho más valioso que esa bicicleta que usa desde hace seis meses.

En su escala de valores hizo el gran negocio y no sólo poseerá el excelente trofeo sino que en las próximas reuniones familiares los padres orgullosos le pedirán que les cuente a los tíos una y otra vez, cómo fue que planificó y perpetró una transacción tan gananciosa.

Ya es lo suficientemente hábil como para esperar el mejor momento para comunicar la noticia. Quizá lo haga a la hora de la cena, interrumpiendo la discusión de los padres que tienen que renovar el contrato de alquiler con una suba en el precio que aún no saben si podrán pagar.

De paso aprovechará para que la hermana mayor se ponga verde de envidia y celos al ver que el más chico —a quien vive dando órdenes y denunciándolo con imperdonable infidelidad—, es mil veces más inteligente que ella y que tendrá un maravilloso futuro de prosperidad y que hará una gran fortuna dedicándose a negocios como este.

Con ese compendio de fantasías optimistas, cada uno se imaginará cuán doloroso será para este niño el aterrizaje en la realidad cuando los padres quieran matarlo por ingenuo y la hermana no pare de reírse de su hermano tonto.

¿Verdad que esto le puede pasar a cualquiera aunque tengamos veinte años más que nuestro amiguito?

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La propia putrefacción

El horror a la propia putrefacción por muerte nos aleja del dinero que puede ser el atractivo que nos «corrompa» o nos deje «podridos en plata».

En un artículo anterior (1) les mencionaba que a veces nos preocupan algunos pensamientos que son o parecen ser autodestructivos.

El propio vértigo es un temor a que un rapto de locura nos impulse a tirarnos al vacío.

Hemos aprendido —porque se respira en el aire de nuestra cultura occidental—, que los placeres nos llevan por mal camino.

La filosofía predominante dice que gozar, disfrutar de los placeres, darle satisfacción a nuestros deseos nos conduce inevitablemente a enfermarnos y sabemos que las enfermedades causan dolores ... y que los intentos de curarnos de la medicina suelen ser aún más dolorosos que la propia enfermedad.

La corrupción es ese fenómeno social con el cual algunos ciudadanos incurren en conductas deshonestas, delictivas, amorales, con el fin de enriquecerse.

Esas ideas de autodestrucción que mencionaba al principio suelen asociarse con el afán de enriquecernos utilizando la vía rápida, acortando camino, salteándonos los procedimientos más honrados porque son demasiado lentos y trabajosos.

Bajo este tipo de circunstancias alguien puede verse tentado a realizar ilícitos que aumenten sus ingresos violando la ley, traicionando la confianza, utilizando para sí dineros ajenos (públicos o privados).

La apropiación indebida de bienes ajenos es una forma de corrupción que está inducida por el deseo de enriquecer rápidamente, mejorar la calidad de vida, disfrutar de más y mejores placeres.

En nuestro idioma puede decirse que alguien está podrido en plata para significar que posee un gran patrimonio.

Observemos que esos pensamientos autodestructivos que mencionaba al principio, más las referencias a corrupción (descomposición) y estar podrido en plata aluden a muerte.

En suma: Es posible que algunas pobrezas patológicas existan para tomar distancia de este desenlace deseable pero mortífero.

(1) ¿Existe un instinto de muerte?

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Las desilusiones según las aspiraciones

Si fracasamos teniendo modestas aspiraciones la desilusión es más dolorosa que si fracasamos teniendo aspiraciones muy ambiciosas.

Una persona dice: «Es muy poco lo que le pido a la vida. Tan sólo quiero encontrar una persona con quien vivir, hacernos compañía, desayunar juntos, hacer las compras, cocinar, limpiar, pasear, mirar televisión, ir al cine, visitar a nuestros amigos. ¿Es tanto lo que pido? ¿Por qué hace años que no lo consigo?»

Una persona dice: «Es muy poco lo que le pido a la vida. Tan sólo quiero encontrar a alguien que piense como yo, que tenga dinero, que podamos vivir en un palacio de mármol, con una cuenta bancaria abundante, que tenga belleza física, que sea buen amante, divertido, que me haga reír a menudo, que sea un monógamo fundamentalista, que me respete, me cuide, sea romántico, tenga buena cultura, que se lleve bien con mi familia, capaz de sorprenderme con actitudes originales, divertidas, que alegren mi vida. ¿Es tanto lo que pido? ¿Por qué hace años que no lo consigo?»

Quienes estamos abocados a conseguir el dinero suficiente para vivir dignamente, solemos hacer valoraciones erróneas y eso nos hace perder dinero, tiempo o entusiasmo.

En el primer párrafo oímos la voz de alguien que tiene modestas aspiraciones, no pide lujos, todos sus anhelos son accesibles. En el segundo párrafo estamos ante alguien que padece una ambición desmedida.

La pregunta que me hago en este artículo es: ¿Realmente es posible conseguir algo tan simple como una buena compañía o es más difícil que conseguir algo tan costoso como un multimillonario?

En suma: Quizá las modestas aspiraciones, cuando fracasan, nos producen un gran desánimo. Si fracasáramos conscientes de que pedimos demasiado, no sufriríamos tanto. Entonces, a la vida siempre tenemos que pedirle de más. Nunca de menos.

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El martirio como premio mayor

Es tan fuerte la necesidad de amor, poder e inmortalidad, que llegamos a morir para lograrlos.

Partamos de la base de que todos los humanos deseamos ser amados, poderosos e inmortales.

Me permito recomendarle al lector que tome en cuenta la tremenda fuerza que tienen en su propio ánimo estos objetivos: la inmortalidad, el poder y ser amado, reconocido, mimado, protegido, admirado, consultado, ayudado.

Ahora pongámosles palabras a qué ocurre en nuestro entorno social e histórico.

Los pueblos, los colectivos organizados, quienes poseen algo que los une como nación, como religión, como partidarios de alguna doctrina, hacen especial hincapié en quienes murieron defendiendo a esa agrupación de quienes por algún motivo quisieron destruirla y gracias a quienes hoy aún existe.

En síntesis, esos héroes le salvaron la vida a la familia que hoy los mantiene unidos y orgullosos de la identidad que ostentan.

La figura del mártir tiene una importancia máxima en nuestro ánimo y la devoción que inspira entre quienes le están agradecidos equivale al deseo que tienen de identificarse con él, de ocupar algún día ese lugar para lograr lo que logra el mártir: poder, amor e inmortalidad.

Ese símbolo tiene vida en la imaginación de quienes lo idolatran. Es una figura imaginaria que todos recuerdan dando batalla, haciendo discursos convincentes, arengando a los combatientes, poniéndole el pecho a las balas, soportando con entereza y convicción las infinitas torturas, humillaciones y fracasos que recibieron de sus oponentes y que, a la postre, no hicieron otra cosa que aumentar la altura del pedestal que la historia finalmente les concedió.

En suma: El amor a los mártires nos estimula personalmente al sacrificio, al dolor, a defender causas ajenas, a la inmolación, a buscar enemigos crueles, al fracaso heroico, a la muerte cruenta.

¿Es esto lo que usted está buscando realmente?

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Existe la pobreza sana (no patológica)

Irrespetuosamente, solemos imponer nuestros gustos y criterios a quienes son humanamente felices con menos recursos de los que imaginamos imprescindibles.

Padecemos un prejuicio, firmemente instalado en el imaginario social, según el cual la pobreza es siempre desagradable, triste, desventajosa.

Quienes procuran el voto ciudadano, sistemáticamente apelan al pueril argumento de hacerles creer a su potenciales votantes que deberían vivir mejor, que se merecen mucho más, que hasta ahora los gobernantes anteriores no han hecho otra cosa que administrar la riqueza nacional en beneficio propio empeorando la calidad de vida de quienes viven mal.

¿Qué es vivir mal?

Esta calificación queda librada a lo que cada uno entienda aunque en la base de lo que cada uno define hay dos grandes frustraciones:

— no poder comprar todo lo que se desea,
— tener que cumplir órdenes.

Ambas frustraciones son infaltables cuando definimos vivir mal.

Los políticos (candidatos a gobernantes, líderes sindicales, religiosos), que procuran precisar el mensaje en pocas palabras, dicen: «con los otros líderes estarás mal y conmigo estarás maravillosamente».

El motivo de este artículo es precisar dos conceptos:

— Vivir incluye siempre molestias, mayores o menores, constantes o intermitentes, muy o escasamente dolorosas. Por lo tanto, cualquier auditorio, inevitablemente está mal, seguirá estando mal y desea creer que bajo ciertas condiciones, podrá estar mejor (lo cual, básicamente, es verdadero);

— Estar mal no siempre es algo que deseemos modificar. Quienes aprenden a disfrutar de la vida con muy escasos recursos, siempre enfrentando condiciones adversas, bajo condiciones de gran escasez, no siempre logran disfrutar sin estos «recursos».

Algunas personas se quejan de sus malas condiciones de vida sólo para obedecer (no contrariar, no defraudar, no sentirse anormales) a quienes le dicen «tú tienes que vivir con más recursos materiales», pero en el fondo, no saben ni desean tener más de lo que tienen.

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El valor anti-curativo de los analgésicos

Los analgésicos —y la mayoría de las intervenciones médicas—, frenan, estropean, distorsionan el casi perfecto proceso de autocuración del que estamos provistos.

El dolor es un mensaje interno ruidoso, llamativo, es una señal de alerta bastante específica.

Todo nuestro organismo funciona automáticamente, como la cisterna del baño que cuando se llena de agua, cierra sola el grifo que la alimenta.

Quizá sea algo muy complejo pero también es posible pensar que nuestra inteligencia sea excesivamente limitada.

Como no podía ser de otra manera, nos hemos puesto de acuerdo en decir que la anatomofisiología es muy compleja porque sería más incómodo reconocer que somos demasiado tontos para comprenderla.

En general entendemos el mensaje del dolor, aunque no estemos seguros de qué significa exactamente.

Por ejemplo, si sentimos dolor de hambre, sabemos que comiendo se alivia y deducimos que ese dolor nos informa que debemos comer.

Cuando nos duele la cabeza, parecería claro que tenemos que dejar de lado las tareas mentales, entre otros motivos porque con dolor de cabeza se vuelve muy difícil pensar.

Si nos duele una pierna, nos parece oportuno dejar de caminar, entre otros motivos porque nos aumenta mucho el dolor si movemos la pierna.

Esta cisterna súper-compleja utiliza el dolor como si fuera un mensaje de texto, un mail, una orden que un órgano le da al cerebro gritándole «¡mándame más cortisona!», «¡dile al páncreas que detenga por una rato la producción de insulina!», «ya puedes liberar un poco de endorfinas que no necesitamos tanto dolor».

Reconozco que me ataca la necedad cuando esta poesía de la naturaleza es atacada por seres humanos que pisotean las flores, cazan un colibrí o matan a una nutria para usar su piel.

Los analgésicos, tan amados por todos nosotros, también sirven para estropear esa maravillosa autorregulación de nuestro cuerpo.

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Sólo lloramos las pérdidas propias

Nunca lloramos por los demás sino, en todo caso, por el sufrimiento que nos provocan otros cuando nos privan de su compañía (fallecen).

Quiero comentarles algo que parece un error de razonamiento.

La muerte de un ser querido es algo tan doloroso y perturbador que puede ponernos en riesgo de enfermedad.

Ese infortunio es algo que nos duele a quienes seguimos vivos y cuando decimos «pobre mi querido ... (esposo, papá, hijo)» lo que correspondería decir realmente es «pobre yo mismo» que estoy sufriendo por esta pérdida irrecuperable.

Según mis creencia (de que no existe la vida después de la muerte), tengo que suponer que cuando morimos, dejamos de padecer los malestares propios de estar vivos, mientras que el fallecido ya no siente más nada.

Desde esta creencia entonces, las condolencias son dadas y recibidas correctamente por los que seguimos vivos.

Según otras creencias (de que existe la vida después de la muerte), tengo que suponer que cuando morimos no morimos en realidad sino que cambiamos de vida. Según esas mismas suposiciones la vida espiritual, inmaterial, no terrenal, es notoriamente mejor que la nuestra por lo cual tampoco corresponde condolernos por el fallecido sino por quienes lo pierden para siempre.

En suma 1: las lamentaciones son reacciones propias de una pérdida y las lágrimas no se vierten por quien murió sino por quienes quedaron vivos.

Esto me lleva a una conclusión hipotética según la cual, nunca lloramos por el dolor ajeno sino por el propio.

Efectivamente: las lágrimas que acompañan el duelo, no son por quien se fue sino por quien quedó.

En suma 2: el dolor nunca es ajeno, las lágrimas nunca son por las desgracias de otros, sino que siempre están motivadas por el sufrimiento propio, aunque insistimos en decir que lloramos por sufrimientos ajenos.

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