lunes, 3 de marzo de 2014

David y Goliat


Las miles de historias en las que un débil vence a un fuerte, pertenecen a la misma categoría literaria y logran el mismo efecto: adormecer la actitud reivindicativa de quienes necesitan ganar dinero para alimentar a sus familias.

La historia de David y Goliat es una de tantas anécdotas en las que alguien débil vence a otro mucho más fuerte que él.

Algunos dicen que esta estructura dramática funciona bien porque, en el fondo, todos quisimos vencer a papá o a mamá. La vieja reivindicación infantil reaparece en cada acontecimiento en el que, otra vez, se repite aquella historia nuestra en la que fuimos dolorosamente subordinados, sometidos, aplastados, por la autoridad invencible de papá o de mamá.

Por supuesto que David era el personaje débil y Goliat era el personaje que, a pesar de su enorme tamaño y fuerza, terminó vencido por el pequeño David (músico y un poco psicólogo).

Sin embargo, lo que me parece más importante de toda esta repetición del esquema literario caracterizado porque el «débil vence al fuerte», es la anestesia que adormece algún intento reivindicativo llevado adelante por los pobres adultos responsables de conseguir lo mejor para sus hijos.

Si ese varón, que tiene que salir a conseguir provisiones para su familia, se emborracha con estas historias que lo seducen al punto de hacerlo sentir triunfador, seguramente quedará incapaz de conquistar las riquezas que intentaba conquistar antes de escuchar esta historia hipnótica.

En suma: Cada vez que una historia muestra una lucha despareja en la que gana el más débil, estamos ante una dosis anestesiante de la capacidad combativa que deberían tener los pobres si realmente quisieran abandonar esa condición.

(Este es el Artículo Nº 2.139)


Libre albedrío, salud y carácter dominante


Quienes creen en el libre albedrío también entienden que la vida en los humanos no es tan automática como es la vida del resto de los seres vivos. Suponen que deben controlarse y, eventualmente, suponen que deben controlar a los demás.

El libre albedrío es la postura filosófica según la cual los humanos podemos tomar decisiones auténticas, sin ser influenciados por ninguna otra cosa que no sea la propia inteligencia o la voluntad.

Esta postura filosófica se contrapone al determinismo, según el cual los humanos NO podemos tomar decisiones auténticas, sino que es la Naturaleza la que nos hace actuar, como también hace actuar a cualquier otro elemento, con o sin vida: un árbol, una hoja en el viento, un terremoto.

Quienes creen en el libre albedrío son mayoría absoluta. Muy pocos creemos en el determinismo.

Según esa corriente de máxima aceptación, al descreer en los dictados de la Naturaleza, a la vez que creen en la capacidad del ser humano de gobernar su propia vida, consideran que la existencia debe ser gestionada, gerenciada, dirigida, trabajada por cada uno de nosotros. Creen que para vivir hay que pensar cómo vivir, qué hacer, qué comer, qué movimientos realizar, cómo controlarnos hasta en los más mínimos detalles. Esta mayoría cree que nuestro cuerpo es como una máquina, que requiere observación, análisis, mantenimiento, vigilancia, máximo control.

Todo esto, según los deterministas, es un error porque ningún otro animal, de anatomía similar o no similar a la humana, toma tantos cuidados o intenta ejercer tanto control y, sin embargo, vive normalmente.

Quienes creen en el libre albedrío realizan una serie de acciones cuando sienten algún dolor: toman un calmante, consultan Internet, consultan a un médico, ingieren ciertas sustancias químicas supuestamente tonificantes, preventivas, enriquecedoras.

Con esa actitud, según creo y les propongo pensar, prácticamente anulan los procesos de auto-sanación propios de cualquier organismo vivo. No solo interrumpen el proceso auto-curativo sino que, en el mediano plazo, esa actitud continua atrofia los mecanismos naturales de auto-curación. Por este motivo, luego de haber logrado esa atrofia, pasan a ser personas totalmente dependientes de la medicina.

Es normal, entre quienes creen en el libre albedrío, la fantasía según la cual la salud es un tema de negociación con el médico, de manera similar a que es realmente negocial cuando concurren al mecánico y este propone algunas opciones (comprar un repuesto original o uno adaptable, reparar el actual, hacer alguna modificación general).

En suma: quienes creen en el libre albedrío son personas que se imaginan capaces de controlar sus vidas, y, como son coherentes, también se imaginan capaces de dirigir la vida de otras personas (familiares, amigos, conocidos).

(Este es el Artículo Nº 2.152)


La ignorancia es una enfermedad crónica


Ya sea en universidades o con Wikipedia, no tenemos más remedio que atender nuestra ignorancia porque funciona como una enfermedad crónica.

Los trabajadores de la salud tienen necesidad de enfrentar nuestra resistencia natural al dolor. Además de saber cómo tratar a nuestro cuerpo para disminuir las molestias, también necesitan alentarnos para que soportemos el dolor, diciéndonos: «¡ya terminamos!, ¡fuerza, falta muy poquito!, este es el último...».

Como en este momento estamos fuera de la situación, podemos reconocer que ellos nos mienten piadosamente. En general, nos hacen creer que todo será más fácil para que podamos superar la respuesta automática provocada por el instinto de conservación.

En los hechos, esas mentiras son útiles y a nadie se le ocurriría reivindicar “un poco más de sinceridad, por favor, ¡Qué se creen ustedes, me están tratando como a un niño...!”.

La educación no deja de ser un tratamiento cruento porque, hasta cierto punto, se parece a una cirugía en la que nos extirpan la ignorancia y nos trasplantan una cantidad de ideas.

Recordemos que sentimos amor narcisista por nuestra ignorancia y que nuestro organismo rechaza naturalmente todo eso que el docente-donante intenta implantarnos.

Para ayudarnos a resistir las crueldades inherentes al fenómeno educativo, la cultura apela a una mentira que lamentablemente termina convirtiéndose en verdad.

Al igual que la enfermera que nos dice «¡ya terminamos!, ¡fuerza, falta muy poquito!, este es el último...», la cultura nos dice que en seis años terminaremos con la escuela, que en seis años más terminaremos el liceo, que en cinco años más terminaremos la licenciatura, cuando la verdad es que nunca terminaremos de aprender.

Lamentablemente, ese engaño por el cual la cultura nos alienta a estudiar «un poquito más, que ya terminamos» hace que casi todos dejemos de estudiar cuando nos entregan algún título, siendo que en realidad la ignorancia es una enfermedad crónica que requiere ser atendida, por universidades, escuelas, cursos, seminarios, docentes o por Wikipedia, durante toda la vida.

(Este es el Artículo Nº 2.151)


Festejo falso


Opino que el festejo de goles de los futbolistas profesionales forma parte de las prácticas más engañosas de la industria del espectáculo.

Si tomamos en cuenta que personas muy inteligentes creen en la existencia de Dios y hasta organizan su vida contando con la influencia de esa entidad de realidad indemostrable, podemos creer casi cualquier otra cosa; seguramente de algún lado sacaremos evidencias que justifiquen la afirmación que se nos ocurra.

Aunque no tengo mucha experiencia en el asunto, sí llevo décadas haciendo zapping con el televisor y, he acá lo sorprendente: los jugadores de fútbol, cuyas transferencias suman millones de euros, que ganan por mes el equivalente a la totalidad de los sueldos de algunas pequeñas comunidades, festejan los goles como si estuvieran divirtiéndose en una despedida de soltero.

Pero claro, la industria del espectáculo es así:

— las coristas de un teatro de revista siempre sonríen aunque estén con menstruación dolorosa o acaben de pelearse con el hijo drogadicto;

— después de haber cantado miles de veces el único tema que le ha dado de comer durante décadas, el cantante se retuerce de angustia, de amor, de pasión, de desesperación. La voz y las manos le tiemblan; cuando termina, queda en trance por unos minutos para aportarle credibilidad al sentimiento impostado;

— el policía toma nota de la denuncia de hurto, frunciendo el entrecejo, torciendo la boca disgustado por la inseguridad ciudadana imposible de controlar, pidiendo más y más datos para que el vecino salga de la comisaría convencido de que en pocos segundos, varios patrulleros saldrán del garaje, con las sirenas abiertas, en varias direcciones, saturados de policías furiosos, blandiendo sus armas, para capturar y despedazar in situ a los malvivientes que le robaron al pobre hombre, quien, sin querer, dejó la puerta de su casa entornada y que, por ese motivo, cosa aun más grave, los policías tuvieron que interrumpir una divertida partida de naipes con los presos.

Pues sí: los seres humanos somos infinitos. No hay experiencia suficiente que impida sorprenderse con sus acciones. Felizmente, por ahora, no somos capaces de conocer las intenciones. El día que eso suceda, los trabajadores que atienden público y hasta los propios psicólogos, deberán estar preparados como para resistir alternativas similares a las que demanda un viaje intergaláctico.

Pero, por favor, está bien que hasta los más brillantes físicos, químicos y matemáticos crean en Dios, pero no sigan creyendo en la alegría de los que hacen goles y hasta se manosean como homosexuales exhibicionistas: es una farsa demasiado grotesca.

(Este es el Artículo Nº 2.149)


Quién provocó esa lágrima

Es interesante saber que, cuando creemos ser la causa de alguna lágrima, estamos equivocados: nadie lloró, ni llora, ni llorará por nosotros.

Una de las tantas curiosidades que nos señala el psicoanálisis refiere a que nadie derrama una lágrima por pesares ajenos.

Cuando lloramos en el cine, ante una telenovela, leyendo un libro, escuchando una triste historia, mirando un cuadro, escuchando alguna melodía, siempre, (dije: siempre), lloramos por nosotros mismos.

Más de la mitad de la población mundial, con especial énfasis en las culturas hispano parlantes, está segurísima de que es posible llorar por dramas ajenos. Pues no es así: toda lágrima es originada por dolores personales y ninguna lágrima es originada por dolores ajenos.

Lo que puede llevarnos a confusión es que, a veces, nos angustian problemas ajenos (enfermedades, muertes, pérdidas). En estos casos, nuestro pesar surge por identificación con la víctima; nos duele profundamente imaginarnos en su lugar. Por algún resorte propio de nuestra psiquis, somos capaces de confundir datos que parecen tan claros como son «tú y yo».

Este fenómeno participa en otra extraña, pero frecuente, situación en la que alguien afirma negando («¿no es verdad?»), o junta el sí con el no, como si fueran sinónimos («No lo hizo Juan, sino Pedro»), o pide información por la contraria («¡No me digas!»).

Resumiendo, nuestra mente ve dificultada su eficacia porque confunde el «si» con el «no», generando las condiciones para que luego también confundamos yo con no-yo. En otras palabras: perdemos noción de identidad, dudamos sobre quién es quien.

Estas son algunas razones por las que suponemos que lloramos por dramas ajenos, desconociendo que jamás derramamos una sola lágrima que no sea por algo que nos concierna en exclusividad.

¿Para qué sirve este comentario referido a nuestra ambivalencia (si-no) y a cómo confundimos yo con no-yo? Ignoro para qué sirve porque millones de personas nacen, viven y mueren sin enterarse para quién trabajaron sus glándulas lacrimales.

Claro que, como el saber no ocupa lugar, para alguien puede ser interesante discernir claramente por qué llora. Sobre todo es interesante saber que, cuando creemos ser la causa de alguna lágrima, estamos equivocados: nadie lloró, ni llora, ni llorará por nosotros.

Esta noticia es muy tranquilizadora para algunos, pero algo deprimente para otros. En particular, algunos podrán sentirse liberados de algunas deudas morales, por ejemplo, cuando nuestro acreedor dice haber llorado por nuestra culpa y pretende cobrarnos dicha secreción.

Pensándolo bien, no es tan inútil este comentario.

Me quedo más tranquilo.

(Este es el Artículo Nº 2.130)


Joe, el taxista

Joe era un hombre de piel oscura que hablaba poco.

Mucho tiempo después que dejé de verlo, supe por Vanessa que él era taxista y músico.

Pasaba gran parte de la noche manejando y tocando el saxo en un night-club frecuentado por marineros.

Joe tenía una existencia casi animal hasta que conoció a un hombre al que invitó a cenar. El comensal agachó la cabeza y devoró lo que le sirvió. Después buscó con la mirada una cama, se acostó en ella, acomodó el antebrazo debajo de la cabeza y se durmió.

Se despertaron al medio día, Joe salió a tomar una ducha y cuando volvió encontró al visitante en la misma posición pero sin ropa y con olor a jabón. Las sábanas parecían recién compradas.

Joe se le acercó, le acarició la pierna derecha a contrapelo y al tocarle los genitales observó cómo estos reaccionaron. Le practicó una fellatio muy breve porque, sin saberlo, esa era una tercera destreza, además de conducir sin accidentes y de tocar el saxo sin partitura.

El invitado siempre estaba postrado, mirando el techo y con perfume de jabón. Le practicaba sexo anal con repentina energía. A pesar de sentir un intenso dolor inicial, Joe imaginaba hermosas melodías.

Nunca se hablaban; no solo porque ambos eran muy lacónicos sino porque poseían idiomas diferentes. Aunque tenían el mismo sexo anatómico, concebían la realidad con lenguajes distintos.

Un día, el visitante se fue. Cuando Joe volvió, el amante ya no estaba. El cerebro atormentado buscó alivio componiendo la melodía que quizá usted ya conoce (1). Vanessa, la muchacha que mantenía la higiene de aquella gente, inventó una letra en francés bastante incoherente.

A los pocos días que Joe también se fue del edificio, Vanessa me contó esta historia. Por pura curiosidad le pedí que me dejara entrar a la habitación. Me tiré en la cama del visitante, puse el antebrazo como almohada y comencé a mirar el techo.

Las manchas de humedad parecían comunes, pero luego me provocaron ideas, asociaciones, recuerdos, interrogantes, angustia, miedo, deseos sexuales, alegría ...

Según cuentan, algo parecido le ocurrió a Rorschach cuando inventó el test proyectivo más famoso y que, merecidamente, lleva su nombre (2).

(1) Video en el que Vanessa Paradis interpreta Joe le taxi. 

(2) Artículo en Wikipedia sobre el Test de Rorschach

(Este es el Artículo Nº 2.142)


Dinero, energía física, juventud y vejez


El dinero es energía laboral acumulada. Tener energía física es más placentero que sentirnos agotados. Por lo tanto, tener dinero es tan satisfactorio como sentirnos con energía y no tener dinero es tan insatisfactorio como sentirnos agotados.

Aunque cada etapa de la vida tiene sus luces y sus sombras, las mejores suelen ser las anteriores al presente. Por eso el dicho popular: «Todo tiempo pasado fue mejor».

Me atrevo a asegurar que esto no es así, aunque reconozco que parece así. Es una ilusión inevitable suponer que la juventud es mejor que la vejez y que la niñez es mejor que todas ellas.

En condiciones normales, todas tienen aspectos positivos y aspectos negativos.

En varios artículos he compartido con ustedes argumentos que intentan fundamentar una ley de hierro del fenómeno vida: vivir duele (1). Parece que la naturaleza nos pro-mueve, hace cosas para movernos, consistentes básicamente en provocarnos dolor que nos empuja y placer que nos atrae. Con ambos estímulos estamos mal o bien según cuál sea el estímulo que estamos recibiendo (el doloroso o el placentero).

Si logramos aceptar que el dinero es una forma de tiempo trabajado, podríamos pensar que, en la vejez, nos viene muy bien disponer del trabajo que fue ejecutado cuando nuestro cuerpo tenía más energía, se cansaba menos y se recuperaba con menos horas de reposo.

La vejez es menos penosa con dinero porque el dinero equivale a energía. Con dinero podemos comprar el trabajo que a nosotros nos cuesta hacer.

Todos los humanos deseamos conservar la juventud. Con la energía que indirectamente nos provee el dinero, (mediante la compra de trabajo ajeno), logramos funcionar como jóvenes.

Cuando nos quejamos de las desigualdades entre ricos y pobres, en el fondo también nos estamos quejando de que haya personas con poca energía-dinero (funcionalmente ancianos) y gente con mucha energía-dinero (funcionalmente jóvenes).

Quizá no sea razonable negar la comodidad que obtenemos con el dinero, así como sería tonto negar que tener energía física es más placentero que sentirnos agotados.

Estamos de acuerdo: «el dinero no hace la felicidad», pero tener energía física es más placentero que el cansancio. Si gracias al dinero podemos funcionar como si tuviéramos energía física, entonces tener dinero es más placentero que no tenerlo.

(1) Blog titulado Vivir duele

(Este es el Artículo Nº 2.120)


Insólita causa del atraso estudiantil


En nuestro inconsciente colectivo asociamos los apremios físicos para extraer información, (tortura), con las exigencias pedagógicas para incorporar información.

Recientemente publiqué un artículo (1) en el que comentaba una reflexión sobre el terrible fenómeno de los apremios físicos aplicados por quienes necesitan obtener información, urgente y relevante, de personas que no quieren darlas (secretos personales, delitos, confabulaciones, atentados, complots, conspiraciones, terrorismo).

El eje de esa reflexión es simplemente resaltar el hecho de que la ciencia aun no ha encontrado una manera menos cruenta de obtener la información que alguien conoce, pero que se niega a compartirla.

Latinoamérica tiene bajos niveles de educación pública y también ha sufrido múltiples atentados a los Derechos Humanos, perpetrados por gobernantes y guerrilleros que apelaron a estas técnicas de extraer información de los enemigos prisioneros.

La obtención de información por métodos crueles es una herida que sigue abierta en nuestros pueblos. Cuando esto ocurre, la sensibilidad se sale de la normalidad, a tal punto que quedamos predispuestos a exagerar cualquier hecho que evoque aquellas prácticas inhumanas (la tortura).

Es por esta hipersensibilidad ante la obtención de información mediante apremios físicos que tampoco podemos tolerar el fenómeno opuesto, esto es, pedir a nuestros estudiantes mayor aplicación en el estudio.

Tanto quitar como dar información mediante alguna imposición de cualquier tipo, (desde las más primitivas y salvajes (castigos), hasta las disciplinas estudiantiles imprescindibles para elevar el rendimiento de los alumnos), provocan en los pueblos el doloroso recuerdo de los atropellos a los Derechos Humanos.

En otras palabras: Tanto rechazamos los apremios físicos, que ni siquiera aceptamos la disciplina, la exigencia, la corrección de los errores ortográficos, la superación de niveles básicos de aprendizaje.

La hipersensibilidad traumática ante la tortura, que enlutó nuestra historia reciente, nos mantiene en un estado de parálisis neurótica, indolencia, bajo profesionalismo de los maestros y de los profesores.

Reclamar más dedicación al estudio está asociado, inconscientemente, a exigir la confesión de los rehenes mediante tortura, como si los docentes fueran torturadores.

La mejoría de este fenómeno está dificultada por dos razones:

1) Porque no queremos ni hablar de los apremios físicos, no podremos elaborar el duelo por la dignidad que perdimos. Aquella vergüenza colectiva sobrevivirá como un temible fantasma, y

2) Ningún estudiante, de ninguna generación, hará algo por aumentar los requerimientos pedagógicos. Por lo tanto, intentarán que ese temible fantasma bloqueen los intentos de las autoridades educativas por aumentar las exigencias.


(Este es el Artículo Nº 2.137)


La ciencia y la tortura


La principal razón por la que existen los apremios físicos para extraer información urgente es que la ciencia aun no ha inventado un procedimiento menos cruel.

La humanidad sufre la crueldad de la tortura porque la ciencia aún no ha encontrado la manera de extraer la información de alguien que se niega a entregarla.

Nunca podrá saberse, pero casi todos los procedimientos de este estilo no ocurrirían si quienes necesitan obtener, de forma urgente, una información importante pudieran obtenerla sin mortificar a quien la posee y no está dispuesto a entregarla.

Los apremios físicos existen porque quienes necesitan obtener cierta información con urgencia no cuentan con otros recursos.

Hasta cierto punto, el procedimiento se parece al que tenían que aplicar los cirujanos antes de la invención de las anestesia: el suplicio de los pacientes era inevitable porque se consideraba importante salvar su vida a como diera lugar.

Sin embargo, la tortura tiene otro componente imposible de aceptar: la supuesta intención sádica de los ejecutantes.

La víctima y los allegados a ella no pueden evitar pensar que el sufrimiento responde más a un placer personal, patológico y perverso del torturador. Es casi imposible que los mártires acepten la hipótesis de que todo sería diferente si los torturadores poseyeran otra forma menos horrorosa de obtener la información que necesitan.

La hipótesis inevitable de que los torturadores disfrutan causando dolor tiene su principal fuente de inspiración en los deseos sádicos que todos tenemos, más o menos contenidos.

Para conocernos, solo necesitamos escuchar las conversaciones indignadas de quienes creer poseer una fórmula infalible para frenar la delincuencia. La ancianita más beata guarda en su corazón deseos tan sádicos que, si se postulara para un cargo de torturadora sería descalificada por exceso de celo.

(Este es el Artículo Nº 2.136)