No sé si es tan cierto que «la historia se repite» o más bien
los escritores escriben viejas historias reformándolas apenas.
Mariana fue
mi primer amor. En los recreos no jugaba con mis amigos con tal de mirarla. Me
parece que alguna vez, confundido, hasta llegué a rezarle.
Tenía
muchas amigas y un solo amigo... que no era yo, por supuesto.
La vida nos
separó cuando mis padres se mudaron a otra ciudad.
Años
después, me recibí de psicólogo, anduve en España haciendo cursos de
especialización porque era mi creencia que un consultorio psicológico debía
estar decorado por muchos títulos, certificados, diplomas, constancias y demás
adornos.
Cuando
volví a mi querida América Latina, los «papelitos» dieron resultado pues mi gusto
por llamar la atención con falsos oropeles da resultado en casi todos lados.
La suerte
me llevó a participar en programas de televisión y de radio con gran audiencia.
Eso hizo que con muy poca experiencia clínica me convirtiera en el supervisor
de varios colegas, seguramente encandilados por lo que creyeron cuando exageré
mis méritos con singular descaro.
Ejerciendo
esta función recibí a una colega, con más experiencia real que yo, pero con
perfil notoriamente humilde, que trajo a la consulta un caso interesante.
Su paciente
estaba angustiada por sentimientos de culpa muy realistas.
Ella tenía
dos amantes que amaba por igual hasta que uno de ellos comenzó a practicarle
rudos procedimientos que le marcaban la piel. Aunque lo toleró ligeramente
complacida por el desenfreno pasional del «agresor», comenzó a preocuparse por
las evidencias que podrían ser vistas por el otro amante.
Así ocurrió
efectivamente, pero para su sorpresa, en vez de una escena de celos notó que
los estigmas resultaron ser sexualmente excitantes, induciéndolo a provocar
otras marcas aún más dolorosas y visibles.
La colega
consultante interpretó que la paciente se había convertido en la pizarra donde
dos hombres se enviaban mensajes.
La paciente
comenzó a preocuparse por la escalada de violencia desatada contra su cuerpo,
especialmente porque sentía que disfrutaba auto-destructivamente, cada vez más.
En sendas
conversaciones con los amantes, la mujer se enteró de que eran hermanos. Para
defender su integridad física procuró desplazar las prácticas sado-masoquistas
al plano simbólico y logró que los hermanos supieran que estaban enamorados de
la misma mujer y que los mensajes
ahora dejarían de ser anónimos.
Los
intensos remordimientos eran provocados porque ella confesó que prefería al
hermano menor, ante lo cual el otro lo mató.
Para
impresionar a mi colega, dije:
— Tal
parece que su paciente hizo lo mismo que Dios cuando, al demostrar más interés
por Abel, logró que Caín lo matara.
No pudo
disimular lo impactante de mi interpretación. Seguramente mi fama crecería por
sus comentarios entre los demás colegas.
Al irse,
puso una cara inexplicable y mirándome a los ojos, me dijo:
— Supervisé
este caso con usted porque la paciente es su angelical Mariana.
(Este es el Artículo Nº 1.779)
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