Quienes logran tener un título universitario, lo hacen por vocación y/o para aliviar un mortificante sentimiento de inferioridad e inseguridad.
Anda por ahí una consigna que
vale la pena recordar y averiguar qué procura decirnos. La consigna es «Prefiero pedir
perdón a pedir permiso» (1).
Me animo a decir que pedir perdón es un arte y como tal, parece muy
dependiente del talento de cada artista. No cualquiera es capaz de hacer una
estatua, cantar una ópera o pedir perdón.
Cuando nos damos cuenta que somos torpes, que nuestra capacidad actoral
es mediocre, que tenemos que dedicarnos a la sinceridad porque cualquiera se da
cuenta cuando mentimos, tenemos una deprimente sensación de pobreza, debilidad
y vulnerabilidad pero, antes de reconocerlo con todo su doloroso realismo,
empezamos a buscar ocupaciones, tareas, ámbitos donde esa discapacidad para
pedir perdón pase lo más disimulada posible.
Un rasgo asociado a esta debilidad para pedir perdón es el
perfeccionismo (2).
Con esta política de no cometer errores, de volvernos poco menos que
sádicos con quienes se equivocan, procuramos evitar aquellas bochornosas
circunstancias en las que tendríamos que reconocer nuestros errores para no
quedar como unos necios que defienden lo indefendible por no dar el brazo a
torcer (reconocer que somos imperfectos).
Aunque resulte paradojal, otro rasgo asociado a esta debilidad para
pedir perdón es la búsqueda de un título universitario (médico, abogado,
psicólogo, ingeniero).
Quienes hacemos todo el esfuerzo que sea necesario para obtener un
título universitario somos personas inseguras, con una especial vulnerabilidad
psíquica para reconocer nuestros errores, pero sobre todo, para reconocer que
somos animales deseantes, que nos gustaría realizar muchos actos que nos
avergüenzan, que para sentirnos respetables
tenemos que interponer títulos que sean honoríficos, proveedores de
estatus, simuladores de un linaje monárquico, que nos disfrazan de «humanos
superiores a todos los demás».
(Este es el
Artículo Nº 1.708)
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