Existen procedimientos psicológicos para suponer que un acontecimiento notoriamente perjudicial, es en realidad una prueba o el beneficio de una capacitación.
Si cualquiera de nosotros
fuera empleado de una prestigiosa compañía y fuéramos designados para hacer
algún curso que nos demande mucho estudio,
o si fuéramos designados para realizar un durísimo entrenamiento, tendríamos
suficientes motivos para pensar que los responsables de la administración de
los recursos humanos ven en nosotros a alguien con gran potencial, con talento
suficiente como para realizar gastos en capacitación que permitan ser
catalogados como inversiones.
Aunque esta buena imagen que
hemos inspirado en los directivos nos honra y nos llena de orgullo, debemos
reconocer que las exigencias de la capacitación
nos demandan un gran sacrificio.
En nuestro estado de ánimo
seguramente influirá la opinión de los testigos de esta nueva situación. Más
allá de nuestra propia evaluación, veremos con agrado que muchas personas nos
feliciten o que que algunos den muestras de envidiar nuestra suerte.
Aunque suena paradójico,
encontramos acá una cualidad de la envidia: nos sirve para saber que nuestra
situación es valiosa, deseable, honrosa. En otras palabras, la envidia ajena
nos informa que estamos teniendo suerte, cosa que no siempre somos capaces de
percibir.
Hasta acá tenemos situaciones
reales, concretas, objetivas, fáciles de entender, pero existen otras menos
reales, concretas, objetivas y fáciles de entender.
Cuando nuestra suerte cae y
empezamos a sentir malestares de diferente grado, nuestra naturaleza puede
reaccionar de dos maneras:
— Se pone en guardia e inicia
un fuerte intento de mejorar las condiciones de vida; o, por el contrario
— Comienza a suponer que esa
situación, que para casi todos es desafortunada, en realidad se trata de una
prueba, una capacitación o un entrenamiento al que es sometido porque alguien superior,
quizá Dios, lo ha elegido para otorgarle algún premio envidiable.
(Este es el
Artículo Nº 1.710)
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