Tengo dolor en todo el cuerpo, por momentos siento deseos de morir de un infarto. En la casa andan todos hablándose en voz baja, oigo palabras sueltas, suficientes como para saber que se habla de mí.
Les he pedido que me dejen sola, quiero estar
con la luz apagada y la puerta cerrada sin llave para que sean ellos quienes
respeten mi intimidad.
A Joaquín, el osito de felpa que tengo desde
los cinco años, lo abrazo y continúa calmándome como cuando me lo regaló
aquella amiga de mamá que llenó mi cabeza de extrañas ideas, aunque apenas
habló alguna vez conmigo.
Tengo
la esperanza de que mis sentimientos se aclaren para esta noche o para mañana
temprano. Quiero tomar alguna decisión antes de que el asunto pase a mayores y
después no pueda reparar esta injusticia que se está cometiendo con mi
hermanito.
Tengo que madurar, tengo que ser más
responsable, no puedo seguir acusando a todo el mundo de mis desgracias porque
toda la familia lo prefería a él, despreciándome.
Al principio disfruté viendo como papá le
pegaba en la cara y él no paraba de llorar y pedir perdón, pero después algo
dentro de mí cambió por completo, empecé a sentir lástima por lo que le estaban
haciendo. Yo necesito que me amen, que me devuelvan el dormitorio que era mío,
pero nunca pensé que papá le haría eso y que mamá, la que siempre lo defendió,
le pidiera que no parara de pegarle.
Ahora lo tendrán todo vendado, dirán alguna
mentira para que el prestigio de la familia no se resienta, para que no
quedemos todos como lo peor, como enfermos mentales.
Pero yo no puedo decir lo que realmente
ocurrió porque entonces se volverían contra mí y mi hermano continuaría tan
lastimado como antes. Sería agregar más problemas sin ganar nada.
Yo lo seduje hasta enloquecerlo y mi grito no
fue por la penetración sino para que papá entrara y lo matara.
(Este es el Artículo Nº 1.717)
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