jueves, 9 de junio de 2011

Sólo lloramos las pérdidas propias

Nunca lloramos por los demás sino, en todo caso, por el sufrimiento que nos provocan otros cuando nos privan de su compañía (fallecen).

Quiero comentarles algo que parece un error de razonamiento.

La muerte de un ser querido es algo tan doloroso y perturbador que puede ponernos en riesgo de enfermedad.

Ese infortunio es algo que nos duele a quienes seguimos vivos y cuando decimos «pobre mi querido ... (esposo, papá, hijo)» lo que correspondería decir realmente es «pobre yo mismo» que estoy sufriendo por esta pérdida irrecuperable.

Según mis creencia (de que no existe la vida después de la muerte), tengo que suponer que cuando morimos, dejamos de padecer los malestares propios de estar vivos, mientras que el fallecido ya no siente más nada.

Desde esta creencia entonces, las condolencias son dadas y recibidas correctamente por los que seguimos vivos.

Según otras creencias (de que existe la vida después de la muerte), tengo que suponer que cuando morimos no morimos en realidad sino que cambiamos de vida. Según esas mismas suposiciones la vida espiritual, inmaterial, no terrenal, es notoriamente mejor que la nuestra por lo cual tampoco corresponde condolernos por el fallecido sino por quienes lo pierden para siempre.

En suma 1: las lamentaciones son reacciones propias de una pérdida y las lágrimas no se vierten por quien murió sino por quienes quedaron vivos.

Esto me lleva a una conclusión hipotética según la cual, nunca lloramos por el dolor ajeno sino por el propio.

Efectivamente: las lágrimas que acompañan el duelo, no son por quien se fue sino por quien quedó.

En suma 2: el dolor nunca es ajeno, las lágrimas nunca son por las desgracias de otros, sino que siempre están motivadas por el sufrimiento propio, aunque insistimos en decir que lloramos por sufrimientos ajenos.

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