
El deseo en el ser humano es causado por la pérdida irreversible que siente cuando tiene que separarse de su madre.
Lo digo de otra forma: cuando el pequeñito estaba con ella, no sabía lo que eran las necesidades porque ella todo se lo solucionaba: alimento, abrigo, caricias, higiene.
A medida que crece, se le exige que controle los esfínteres, que se lleve los alimentos a la boca, que se duerma solo y otras infinitas tareas, dolorosas, angustiantes, que él sólo puede interpretar como una pérdida, un angustiante empobrecimiento, un lacerante abandono afectivo.
En suma: El niño puede constatar que antes era rico y que ahora es pobre. El deseo surge de esa nostalgia de tiempos mejores y la búsqueda de satisfacerlo genera la energía necesaria para intentar recuperar la riqueza original.
La historia se repite y eso entra en combinación con nuestro insaciable deseo de recuperar aquella riqueza perdida: la maravillosa convivencia con mamá.
Cuando los adultos nos enamoramos, incurrirnos en por lo menos un error grave.
Efectivamente, creemos ver en nuestro ser amado a aquella mamá. El hecho que esto ocurra inconscientemente significa que bajo ningún concepto nos damos cuenta que mujeres y hombres buscamos en nuestro futuro cónyuge a nuestra madre.
Estos adultos quieren unirse, compartir una vivienda y tener hijos, con la ilusión de que podrán satisfacer eso que tanto buscaron: recuperar la magnífica vida que tenían con mamá.
Como siempre quisieron ser hijos únicos, exigirán que esta unión sea monógama (mamá y yo, ¡y nadie más!).
Las disoluciones conyugales ocurren porque las expectativas puestas en el matrimonio era exageradas.
●●●
No hay comentarios:
Publicar un comentario