La esperanza, como calmante universal de nuestros problemas, cuenta con la muerte como solución universal y definitiva.
Los seres vivos huimos de aquello que ponga en riesgo la supervivencia.
Cuando un caballo acelera su andar al recibir un golpe, no se da cuenta que huir es inútil porque aquello que le provoca dolor (el jinete), va con él.
Claro que alguien puede alegar que el caballo reacciona así por su escasa inteligencia, sin embargo todos conocemos personas que cambian de pareja, de trabajo o de país, ignorando lo mismo que ignora el caballo: que el problema lo tienen dentro.
Si meditamos un poco más podemos decir: el caballo sabe que la fuente del dolor va con él pero también sabe, porque es muy inteligente, que acelerando el paso el jinete dejará de molestarlo.
Y con esta conclusión podemos observar al ser humano y decimos: esta persona tiene tantos cambios en su vida, no porque se crea que así va a solucionar algo, sino porque ha descubierto que las molestias que lo mortifican se atemperan en cada recomienzo, ya sea porque se distrae con los cambios y se olvida un poco de sus angustias o porque se permite doparse con renovadas dosis de esperanza.
Nuestra relación con la muerte es imaginaria porque lo más que podemos saber es cómo se sufre cuando alguien muy querido fallece, pero nadie sabe qué es morirse él mismo. Existe una leve sensación de que quizá algún día, no sabemos cuándo, dejemos de tener tantos problemas, angustias, preocupaciones.
Es posible pensar que aquellas personas que no se dedican a resolver sus problemas personales sino que siempre recurren a calmar sus molestias con las dosis de esperanza que hagan falta, cuentan (sabiéndolo o no) con el proverbio que dice: «no hay mal que dure cien años».
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