Cuando yo tenía doce años, mis padres se mudaron a un apartamento nuevo en un barrio donde habían otros jovencitos de mi edad.
La mayor diversión la encontrábamos en un terreno donde practicábamos fútbol mientras hubiera luz para ver la pelota.
Los días lluviosos y fríos nos reuníamos en un garaje a jugar naipes o a mirar revistas pornográficas que nos prestaba morbosamente un solterón probablemente gay.
Esa vivienda fue la mejor en cuanto a estímulos fuertes, aunque me ocurrió algo cuyo recuerdo no sé aún cómo calificar.
Habían llegados al barrio dos hermanos mayores que nosotros, que hablaban con un acento de alguna ciudad fronteriza.
Cierta tarde de domingo me acerqué a ellos buscando ideas para divertirnos.
Inesperadamente, uno me tomó por la espalda mientras el otro se dedicó a pegarme en las piernas con una vara.
No demoré en gritar, pedir auxilio, llorando de furia y dolor.
Una vecina se asomó a la puerta, les gritó y los sádicos huyeron.
Volví a mi casa en un estado de ánimo terrible, con fantasías vengativas de altísimo voltaje.
Mis padres se alarmaron y luego de escucharme, mi padre salió furioso en busca de los forajidos.
Mi madre trataba de serenar mi agitación acariciándome el cabello y moderando diplomáticamente las frenéticas manifestaciones de odio que yo profería con la ilusión de que se estuvieran cumpliendo mientras las decía.
Ya casi anochecía y por fin volvió mi padre, despeinado, con la ropa desarreglada, fatigado.
Contó que finalmente los había encontrado, que por suerte el padre de los malvados entendió lo ocurrido, que los golpeó con una vara, provocándoles llanto y desgarradores gritos de arrepentimiento.
Mi felicidad fue enorme, sentí que había sido vengado, pensé cosas maravillosas de mis padres aunque no hace mucho mi analista festejó, como al pasar, la creatividad de mi padre para inventar tan delicioso desenlace.
●●●
No hay comentarios:
Publicar un comentario