En medio de un griterío ensordecedor, un tumulto irrumpe en la sala de emergencia de un hospital público.
Podemos ver que en medio de ellos, va un carro-camilla, tratando de abrirse paso entre los manifestantes.
Luego nos enteramos que en el carro va un joven con un puñal clavado en el pecho, sangrante, dolorido, desmayándose por momentos.
Cuando los enfermeros logran desembarazarse de los familiares, amigos y demás colaboradores del pobre muchacho, empiezan las tareas de salvataje según la tecnología médica de rutina.
¿Qué hacen los más enfervorizados, devotos y consternados colaboradores?
Además de clamar, llorar, gritar, le preguntan a cualquiera que salga del área de exclusión, si se salvará, si quedará como antes, y cuándo se reintegrará a la vida normal.
El tono y estilo de estas interrogantes, evidencian dos cosas:
— Los seres queridos desean demostrar cuán capaces de amar son, exponiendo con exuberantes manifestaciones que son sensibles, solidarios y capaces de cualquier cosa (gritar, armar jaleo, llorar en público, etc.) por los demás; y además evidencian creer
— Que el futuro se puede conocer y que el médico lo sabe.
Por su parte, los técnicos en salud ¿qué hacen?
— tratan de parar el sangrado,
— reponen el líquido sanguíneo con un goteo de suero,
— suministran calmantes y sedantes para que el joven no entre en shock,
— retiran el puñal, cosen (suturan) los órganos heridos,
— procuran evitar infecciones, y luego
— cruzan los dedos (o hacen cualquier otro gesto mágico en el que crean) para que el paciente
— se salve,
— se recupere,
— no le queden secuelas,
— en el menor tiempo posible,
— cuidando la economía del hospital.
Y acá llegamos al centro del asunto:
La vida humana es lo más importante, pero está dentro de la realidad, y no se puede atender dejándonos llevar por impulsos emocionales, despilfarrando recursos ni haciendo futurología.
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