Buscamos las causas del dolor pero no las causas del placer.
El razonamiento nos justifica rápidamente esta conducta.
Decimos confiados: «Busco las causas del dolor para quitarlas o evitarlas».
Omitimos justificar por qué no buscamos las causas del bienestar.
Nuestro pensamiento primitivo puede explicar algo de todo esto.
La meditación, consulta o estudio, que nos conduzca a descubrir las causas de nuestro malestar, nos distrae del dolor.
Si sólo pensáramos en él, su intensidad sería subjetivamente mayor.
La actitud de búsqueda de causas y soluciones, suele incluir la consulta a muchas personas, aunque el objetivo real no es otro que quejarnos, llamar la atención, recibir comprensión, amor, mimos, tolerancia, miradas.
Toda nuestra quejumbrosa comunicación, tiene también el objetivo de socializar las pérdidas.
Efectivamente, nuestro pesar es más llevadero si podemos fastidiar disimuladamente a nuestros seres queridos, quienes —por imposición cultural—, tendrán que poner cara de preocupación y desear nuestra mejoría ... para que dejemos de molestarlos con nuestros quejidos.
Por el contrario, es por todos conocido que casi nadie socializa las ganancias.
Cuando estamos bien, preferimos no buscar las causas, por lo tanto, no consultamos a nadie, fundamentalmente para evitar que alguien desee compartir nuestra riqueza transitoria.
Existe otro motivo para la búsqueda de causas del malestar y no las del placer.
Nuestra mente funciona habitualmente con viejos esquemas mágicos, con algo del hombre primitivo de quien descendemos.
Lo malo es castigo y lo bueno es premio.
Nos mortificamos buscando las causas del infortunio, aliándonos inconscientemente con el genio maligno encargado de provocarnos dolor.
Suponemos que nos castiga porque «algo habremos hecho» y sabemos que contrariarlo sería ponerlo más agresivo aún.
Buscar las causas es un gesto amistoso: queremos comprenderlo, saber de él, para no volver a molestarlo, queremos ser su amigo, apaciguarlo, que sepa cuánto lo amamos.
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