Quienes
estudian un libro pueden intentar conocer el deseo del autor así como
pretendieron conocer el deseo de su mamá.
Nuestra madre es un personaje tan imprescindible como
angustiante.
Con ella aprendemos a amar.
Este sentimiento gregario tan fuerte, importante y que, si
contamos con la suerte suficiente, sentiremos a lo largo de toda la vida, nos
permite participar en vínculos personales con nuestros familiares, cónyuges,
hijos, compañeros de trabajo, colegas.
No podemos dejar pasar la ocasión para agregar que el
sentimiento de amor que nos inspiró nuestra madre y que tendremos por el resto
de la vida, está íntimamente asociado a la conveniencia: amamos a nuestra madre
porque ella nos resolvió oportunamente algo que nos causaba malestar (angustia,
dolor, preocupación). Por lo tanto, siempre reaparecerá nuestro amor ante
quienes nos provean calidad de vida emocional, tangible, práctica.
Con nuestra madre, no solo aprendemos a amar sino que también
aprendemos qué se siente cuando queremos saber qué desea quien nos provee esa
calidad de vida tan necesaria y que querríamos controlar.
Si la madre fuera un varón, quizá sería fácil saber qué
quiere, pero la anatomía y la fisiología de ellas son tan complejas que
intentar entenderlas es como intentar reparar un transbordador espacial
contando solo con un destornillador y una pinza.
Cuando nos enfrentamos a un texto difícil de comprender,
recaemos en aquella antigua incertidumbre y lo primero que se nos ocurre es
tratar de interpretar qué fue lo que quiso decir el confuso escritor.
La tarea es correcta en el niño con su madre, pero
incorrecta en el adulto. Este no tiene por qué averiguar qué quiso decir el
autor sino que debería conformarse con autoobservar qué ideas le sugiere el
texto. Sus propias ideas son las que le importan. Las que tuvo el autor ya no
importan.
(Este es el Artículo Nº 2.096)
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