Mariana no fue a aquel baile
porque tenía ganas de bailar sino para acompañar a su mejor amiga, Lucía, que
se había enamorado de un muchacho de pésimas referencias: Alberto Romero.
La acompañó a pesar de que su
mamá, después de intensas averiguaciones con las vecinas, le dijo: «Mariana, mirame a
los ojos: ¡No vayas!».
La muchacha ya había sentido otras veces esa brisa helada que la
envolvía de pies a cabeza. Siempre había funcionado, pero ahora no funcionó. La
amiga había llorado amargamente y necesitaba ir a ese lugar donde quizá se
encontraría con Alberto.
Fueron, con la condición de que irían y volverían en un taxi pagado por
el padre de Mariana. El lugar era tenebroso, de fama deplorable, pero Lucía era
la mejor amiga y el llanto desesperado había calado muy hondo en los huesos de
Mariana: “Acompañaría a mi amiga así fuera lo último que hiciera en la vida”,
se dijo para sí misma, imaginando que se lo decía a la madre.
Alberto no fue. Lucía hizo preguntas y le contestaron con evasivas que
la llenaron de preocupación y de más angustia. Pero sin embargo fue Ricardo
Lemos, un muchacho delgado, de mirada esquiva, peinado con mucho fijador de
aspecto húmedo.
Cuando Mariana lo vio creyó haber metido los dedos en un enchufe: se le
contrajo el estómago, algo le paralizó las piernas. Lucía la golpeó levemente
con el codo y le preguntó: «¿Qué te pasa, Mariana? ¿Te sentís bien? ¡Cerrá la
boca que parecés una enferma!».
Mariana reaccionó, pero por poco tiempo porque Ricardo la invitó a
bailar tomándola por la cintura y, sin palabras, llevándola hasta la pista.
Lucía ya no tuvo más a su compañera fiel y tuvo a una amiga atontada que
no paraba de hablar de aquel hombre y que no paraba de decir que ya nada importaba
en la vida, excepto él.
Por un tiempo, Mariana y Ricardo no se vieron hasta que recibió un
mensaje de texto en el que le decían que él quería hablar urgentemente con
ella.
Desde la cárcel, él le ordenó que fuera dispuesta a realizarle una visita
conyugal cuando estuviera ovulando.
Por supuesto que Mariana fue. Los padres envejecieron visiblemente. Toda
la familia cayó en un precipicio. No sabían qué hacer. Fueron consultados
psiquíatras, adivinos y curanderas.
El primer embarazo lo abortó espontáneamente, pero los dos siguientes
llegaron a término. Todos tenían que reconocer que los niños, (un varón y una
nena), eran hermosos. También tenían que reconocer que Mariana estaba muy
deteriorada por la miseria económica en la que había caído, pero que sus ojos
eran dos soles radiantes de felicidad.
Hoy, doce años después de aquel baile fatídico, siguen juntos y ella tan
enamorada como antes. Los padres fallecieron, quizá prematuramente, sumidos en
el dolor, preguntándose qué hicieron mal.
A Mariana sólo le importa su familia, aunque el compañero casi nunca
esté libre..., como tantos maridos demasiado trabajadores. Por suerte Lucía
parece una amiga infalible.
(Este
es el Artículo Nº 2.090)
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