Algunos problemas reiterados (pérdidas, accidentes, fracasos), tienen por causa un deseo de sufrir que nos cuesta imaginar y aceptar como propios.
Todos entendemos que el placer y el dolor son sensaciones opuestas, una deseable y la otra indeseable y que si está una no puede estar la otra.
Para nuestra inteligencia, placer y dolor son vivencias cualitativamente opuestas. Se excluyen.
Complementamos esta polarización diciendo que el placer es bueno y que el dolor es malo.
También pensamos otra cosa respecto a este tema: existe un conjunto de personas que patológicamente buscan sufrir. Son los llamados masoquistas.
La coherencia nos induce a pensar que un masoquista está enfermo porque una persona normal jamás desearía sufrir.
Con este conjunto de saberes, certezas o creencias, andamos por la vida suponiendo que repudiamos el dolor y que amamos el placer. Estas afirmaciones las realizamos con el énfasis que se merece cualquier convicción firme, indudable, categórica.
Por otro lado, ocurren otras cosas en nuestra vida que ni las sospechamos vinculadas con los asuntos del placer y del dolor.
Y acá sí ocurre algo que se parece mucho a un vicio, entendiendo por tal, una práctica que nos da un placer inmediato pero escasamente duradero y que al finalizar el efecto, sobreviene un cierto malestar (angustia, dolor de cabeza, agotamiento).
Otra característica infaltable en todo vicio es que el vicioso no puede abandonarlo voluntariamente, salvo escasas excepciones.
Creer que rechazamos enérgicamente el dolor puede ser el determinante para que ciertas circunstancias penosas que se nos repiten a lo largo de la vida (pérdidas, accidentes, fracasos), nunca dejen de ocurrir.
En suma: muchos humanos normales (no masoquistas), parecen enviciados con la obtención de ciertos sufrimientos, no pueden creerse capaces de esa preferencia y es por eso que las circunstancias proveedoras del anhelado dolor nunca dejan de ocurrir.
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