sábado, 4 de mayo de 2013

Un cónyuge encarcelado es fiel




 Algunos presidiarios están encarcelados porque su cónyuge, temiendo una dolorosa infidelidad, lo induce a delinquir porque encerrado le será fiel.

Hace unos años les comentaba que la infidelidad provoca unos estallidos de furia desproporcionados solo si no entendemos el motivo que los causa. Entendiendo la justificación del enojo dejamos de considerarlos como desproporcionados.

La persona que tiene relaciones extramatrimoniales tiene la sensación de que no está haciéndole ningún daño al cónyuge, por eso no entiende por qué tiene que ocultarlas ni por qué surgen insólitos escándalos si son descubiertas.

En aquel comentario (1) proponía la hipótesis según la cual en toda relación matrimonial cada integrante tiene la sensación de poseer, en el cuerpo de su cónyuge, el sexo que le falta, es decir, que la esposa tiene la sensación de que al estar casada con su marido, inconscientemente alcanza la perfección porque dispone de un pene, mientras que el esposo tiene la sensación de que al estar casado con su esposa, inconscientemente alcanza la perfección porque dispone de útero, senos y vagina.

Según las creencias del psicoanálisis nadie está capacitado para negar cualquier hipótesis que tenga en cuenta los contenidos del inconsciente porque estos contenidos son, por definición, desconocidos, ignorados, absolutamente inaccesibles a la conciencia.

El límite a estas hipótesis está dado porque ningún ser humano puede disponer de contenidos inconscientes no-humanos.

Por lo tanto, la furia de quien se siente traicionado por el cónyuge infiel está plenamente justificada si aceptamos que la inocente relación extramatrimonial constituyó en realidad una violación homosexual pues la infidelidad se cometió sin el consentimiento del otro y con una persona de su mismo sexo (si no entendió, relea más despacio).

Terminado este repaso del mencionado artículo (1), agrego que algunos presidiarios están encarcelados porque su cónyuge prefiere una violación heterosexual (el VideoComentario lo ayudará).

 
(Este es el Artículo Nº 1.861)

sábado, 6 de abril de 2013

Los medios de comunicación atrofian nuestro juicio



 
Las exageraciones de los medios de comunicación pueden discapacitarnos para conservar la noción de proporcionalidad que equilibra nuestro juicio.

La idea principal de un artículo publicado hace más de dos años (1) refería a que es difícil modificar una creencia popular, tanto sea en sentido positivo como en sentido negativo, aunque justo es reconocer que nos cuesta mucho ascender en la consideración social, pero que alcanza un desliz desafortunado para que el buen nombre adquirido con años de una trayectoria intachable se hagan añicos.

Con solo hacerle algunos retoques, eso que ocurre a nivel social también podemos pensarlo a nivel individual.

Para ser breve y claro, no tengo más remedio que apelar a un ejemplo doloroso, cruel, molesto.

Es frecuente que cada vez que ocurre algún hecho desafortunado con alguno de nuestros conciudadanos (vecinos, pobladores de nuestro país, individuos), los medios de comunicación, (periódicos, radios, televisoras), hagan una cobertura muy amplia, intensa, dramática y eventualmente escandalizante de ese infortunio personal.

Estoy pensando, por ejemplo, en un acto de mala praxis médica, en un homicidio provocado por un delincuente que suponíamos encarcelado, en un rapto con pedido de rescate.

Nuestro cerebro, nuestra sensibilidad, nuestras emociones se conmocionan anormalmente si los medios de comunicación le dan a esas desgracias personales una magnitud de tragedia nacional.

Nuestras mentes no pueden discernir que se trata de un caso aislado, lamentable pero individual, personal, inherente a la mala suerte de una persona o, eventualmente, de unos pocos allegados a la víctima.

Propongo pensar en que la exageración de los comunicadores atrofia, distorsiona, empobrece nuestra capacidad de comparar, magnificar, evaluar, ponderar, estimar, medir, justipreciar, valorar, calcular.

Peor aún, perdemos la noción de cómo responder con proporcionalidad a un perjuicio, por ejemplo, golpeando a quien nos insulte.

En el ámbito laboral, esta discapacidad nos quita competitividad y eficacia.

 
(Este es el Artículo Nº 1.838)

La necesidad de ser a-normales




Si producimos lo que producen los demás ganaremos poco dinero porque nuestra producción será demasiado abundante y barata.

Desde muy pequeños recibimos las primeras señales de que «sobre gustos no hay nada escrito», es decir, nos vamos enterando de a poco que nuestros gustos, preferencias, necesidades y deseos suelen ser diferentes a los de otras personas.

Pero esta información que recibimos no tiene la fuerza suficiente como para convencernos de que nuestras preferencias no son universales sino que son muy personales, individuales, propias. Algunos seres humanos quizá quieran lo mismo que nosotros pero la mayoría prefiere otras cosas muy variadas.

La discrepancia entre lo que nos gusta y el gusto del resto de los ejemplares de la especie, suele ser, si lo ordenamos de menor a mayor: discretamente incómoda, molesta, irritante, muy dolorosa, amenazante, terrible, insoportable, mortífera.

Efectivamente, nos cuesta mucho reconocer la falta de consenso que tienen nuestras ideas, gustos, opiniones, puntos de vista, convicciones, creencias, prejuicios.

Nos cuesta creerlo porque necesitamos sentirnos normales y para nosotros es normal, sano, aceptable, correcto, obligatorio, que todos seamos iguales, o más precisamente, que los demás sean idénticos a nosotros.

Está en la base de nuestros temores entender que lo que pensamos no está legitimado por la unanimidad de los demás seres humanos. Como además nos cuesta reconocer un eventual error de nuestra parte, entonces sentimos que los demás están equivocados y que son potenciales enemigos en tanto «tengo la certeza de cuánta agresividad siento hacia esos que son diferentes a mí».

Resulta pues que nos sentimos cómodos con nuestros iguales y amenazados por quienes piensan diferente.

En lo que refiere a cómo podemos ganarnos la vida, si hacemos lo que hacen muchos nos sentiremos normales pero nuestra producción tendrá escaso valor. Para ganar lo necesario necesitamos ser algo diferentes y a-normales.

(Este es el Artículo Nº 1.835)

Para no quitarnos el pijama


Aumenta la tendencia a no salir de nuestras casas, ingeniándonos con el teletrabajo y con los proveedores que traen lo que necesitamos.

Hay gente que no se saca el pijama en todo el día. A veces hasta se olvida de ducharse.

Cada vez más personas salen menos de sus casas y las que aún salen, tienen como objetivo encontrar formas de ganarse la vida llevándose el trabajo a la casa (teletrabajo) o desarrollando algún emprendimiento que les permita evitar transitar lugares públicos llenos de gente extraña, peligrosa, imprevisible.

La madre de Caperucita Roja empieza a tener razón: debemos temer al lobo que anda por el bosque.

Quienes creen que el ser humano es un animal migratorio, que tiene prohibido el sedentarismo, compran algún aparato para hacer gimnasia, imitando al hámster con su carrusel vertical.

Pero esta tendencia al encierro no es una particularidad adquirida sino que se explica por un estancamiento en el desarrollo psicológico.

Según dicen quienes creen saber, los humanos nacemos tan encerrados en nosotros mismos que nuestra madre tiene que adivinar por qué lloramos.

Cuando el pequeñito se pone a gritar aparecen los procedimientos que la ciencia sigue utilizando aún hoy: el ensayo y el error.

¿Llora porque tiene hambre, frío, algún dolor, angustia?

En este trabajo de laboratorio la mamá intenta cualquier cosa para desactivar la alarma humana de incalculables decibeles.

Tarde o temprano el niño se calla, porque la madre calmó su malestar o porque se le agotó la batería (se durmió).

El hecho es que el pequeño aprendió que sus problemas pueden ser adivinados por alguien suficientemente motivado (la madre desesperada por el llanto).

Si el desarrollo psíquico se detiene prematuramente pretendemos que alguien nos atienda, que adivine nuestras necesidades, al extremo de no tener que salir de nuestras casas ni quitarnos el pijama.

(Este es el Artículo Nº 1.818)


Nada nos viene bien




Los animales son perfectamente coherentes, pero a los humanos tanto nos molesta pensar que somos animales como que somos incoherentes.

«¡Ay, tesoro, cuánto te extraño!», es una expresión de cariño que nos hace pensar en un «gran amor».

Cuando decimos «gran amor» aludimos a una noción de cantidad, de tamaño, de profundidad, de importancia, de intensidad.

Un país, una botella o una cama pueden ser grandes, medianos o pequeños respecto a algún dato elegido como referencia: un país es grande respecto a otros más pequeños, una botella es grande respecto a un tubo de ensayo y una cama es grande cuando la comparamos con una cuna.

¿Qué tomamos en consideración cuando pensamos en un «gran amor»?

Un país, una botella o una cama son tangibles pero el amor no lo es. Por lo tanto la dimensión es cien por ciento subjetiva, imprecisa, indemostrable.

De todos modos la expresión «¡Ay, tesoro, cuánto te extraño!» existe, la comprendemos y es creíble.

Esa expresión cariñosa la está diciendo alguien que toma conciencia de lo que le falta cuando el destinatario de la exclamación está ausente.

Podríamos recordar entonces que el amor se mide mejor cuando no está porque cuando está (el ser amado presente), el sentimiento de amor es tan pequeño que no provoca una exclamación de dolor, de sensación, de percepción.

Sin ánimo de enredar el tema, podría concluir que un amor se nota más por su ausencia que por su presencia.

Probablemente cuando dos personas se divorcian lo que intentan es percibir el tamaño real del amor que sienten recíprocamente.

Esta idea es paradójica, rara, extravagante, absurda, pero el ser humano no es tan coherente como el resto de los animales.

Más aún: a los humanos tanto nos molesta pensar que somos animales como que somos incoherentes.

¡Nada nos viene bien!

(Este es el Artículo Nº 1.836)