Si producimos lo que producen los demás ganaremos
poco dinero porque nuestra producción será demasiado abundante y barata.
Desde muy pequeños recibimos
las primeras señales de que «sobre gustos no hay nada escrito», es
decir, nos vamos enterando de a poco que nuestros gustos, preferencias,
necesidades y deseos suelen ser diferentes a los de otras personas.
Pero esta información que recibimos no tiene la fuerza suficiente como
para convencernos de que nuestras preferencias no son universales sino que son
muy personales, individuales, propias. Algunos seres humanos quizá quieran lo
mismo que nosotros pero la mayoría prefiere otras cosas muy variadas.
La discrepancia entre lo que nos gusta y el gusto del resto de los
ejemplares de la especie, suele ser, si lo ordenamos de menor a mayor:
discretamente incómoda, molesta, irritante, muy dolorosa, amenazante, terrible,
insoportable, mortífera.
Efectivamente, nos cuesta mucho reconocer la falta de consenso que tienen nuestras ideas, gustos, opiniones, puntos de vista,
convicciones, creencias, prejuicios.
Nos cuesta creerlo porque
necesitamos sentirnos normales y para nosotros es normal, sano, aceptable,
correcto, obligatorio, que todos seamos iguales, o más precisamente, que los
demás sean idénticos a nosotros.
Está en la base de nuestros
temores entender que lo que pensamos no está legitimado por la unanimidad de
los demás seres humanos. Como además nos cuesta reconocer un eventual error de
nuestra parte, entonces sentimos que los demás están equivocados y que son
potenciales enemigos en tanto «tengo la certeza de
cuánta agresividad siento hacia esos que son diferentes a mí».
Resulta pues que nos sentimos
cómodos con nuestros iguales y amenazados por quienes piensan diferente.
En lo que refiere a cómo
podemos ganarnos la vida, si hacemos lo que hacen muchos nos sentiremos
normales pero nuestra producción tendrá escaso valor. Para ganar lo necesario
necesitamos ser algo diferentes y a-normales.
(Este es el Artículo Nº 1.835)
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