Vivir tiene un «costo
mínimo» que encarecemos cuando neciamente pretendemos evadirlo imaginando culpables
quienes, al ser acusados, nos agreden.
La representación gráfica del
burrito que camina porque persigue una zanahoria que se aleja porque está atada
a él mismo, explica muy bien cómo funciona el deseo insaciable.
Quienes se sienten incómodos
con la insaciabilidad del deseo no deberían perder de vista que el deseo se
cancela solo definitivamente, en forma irreversible, mediante la muerte.
Por lo tanto es necesario
conocer cómo funciona nuestro sistema de energía psíquica que nos mantiene con
vida siempre que sea generada por el incombustible deseo.
La dificultad para entendernos
en este sentido es la necesidad de ser coherentes.
Efectivamente, la coherencia
irrestricta nos enceguece para algunos conceptos que están en franca
contradicción con otras ideas que damos por ciertas.
La incoherencia que
necesitamos aceptar como válida es que para poder seguir viviendo tenemos que
estar molestos al mismo tiempo que hacemos todos los intentos posibles para
dejar de estar molestos.
En términos muy infantiles, es
algo así como el juego de tirar una pelota hacia arriba con la intención de que
se quede flotando en el aire, ver cómo insistentemente cae, e intentarlo una
vez más ..., hasta que nos quedemos sin fuerza para seguir tirándola, o sea,
para seguir viviendo.
Dicho de otro modo: aunque no
parezca coherente, el fenómeno vida del que dependemos para seguir vivos,
(valga la redundancia), depende de una tarea insistentemente frustrante.
Por estos motivos es que
padecemos un malestar insoslayable, inevitable. Tenemos que pagar un «costo mínimo» por
estar vivos, y este costo es en forma de dolor, insatisfacción, ansiedad,
malestar inespecífico, malhumor.
El «costo mínimo» aumenta cuando neciamente pretendemos evadirlo, cuando
imaginamos que otros son culpables de nuestro malestar, los acusamos, se
defienden y aumentamos el «costo mínimo».
(Este es el Artículo Nº 1.918)
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