martes, 2 de octubre de 2012

El suicidio como enfermedad terminal



     
El determinismo nos permite suponer que no hacemos nuestra voluntad y que un suicida hace lo que no podría evitar.

El suicidio es muy angustiante para quienes queríamos al suicida y más penoso aún si suponemos que él nos quería.

Si contábamos con ese amor, constituye una fuerte desilusión entender que en realidad tanto no nos quería porque de habernos amado como imaginábamos, ¿cómo puede ser que se haya privado de nuestra compañía, amistad, existencia?

Por el contrario, cuando alguien muere por causas ajenas a su voluntad, sentimos un dolor más puro, menos suspicaz y hasta veneramos con mayor intensidad a quien la muerte lo apartó de nuestro lado, seguramente muy a pesar suyo, él quería quedarse para seguir amándonos pero un triste accidente lo privó de nuestra existencia.

En muchos casos tenemos que hacer un esfuerzo especial para no condenar abiertamente a quien se quita la vida. Es tan grande el esfuerzo que ya mucha gente, cuando habla con los deudos del fallecido, se anima a indagar si tiene sentimientos positivos o negativos hacia él.

Todos estos fenómenos ocurren porque popularmente creemos en el libre albedrío y no creemos en el determinismo.

Efectivamente, la ciencia, que tampoco puede abandonar su creencia en el libre albedrío, se queda con la explicación de que el suicida es una persona que cometió un acto voluntario y responsable. Con la premisa del libre albedrío es posible suponer que el suicida es en realidad en condenable homicida, por más que la víctima de su crimen haya sido él mismo.

Quienes descreemos del libre albedrío estamos mejor posicionados para suponer que los suicidas son personas afectadas por una enfermedad terminal, tan efectiva como cualquier otra.

El determinismo nos permite suponer que no hacemos nuestra voluntad y que un suicida hace lo que no podría evitar.

(Este es el Artículo Nº 1.691)

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