El determinismo nos permite
suponer que no hacemos nuestra voluntad y que un suicida hace lo que no podría
evitar.
El suicidio es muy angustiante para quienes
queríamos al suicida y más penoso aún si suponemos que él nos quería.
Si contábamos con ese amor, constituye una
fuerte desilusión entender que en realidad tanto no nos quería porque de
habernos amado como imaginábamos, ¿cómo puede ser que se haya privado de
nuestra compañía, amistad, existencia?
Por el contrario, cuando alguien muere por
causas ajenas a su voluntad, sentimos un dolor más puro, menos suspicaz y hasta
veneramos con mayor intensidad a quien la muerte lo apartó de nuestro lado,
seguramente muy a pesar suyo, él quería quedarse para seguir amándonos pero un
triste accidente lo privó de nuestra existencia.
En muchos casos tenemos que hacer un esfuerzo
especial para no condenar abiertamente a quien se quita la vida. Es tan grande
el esfuerzo que ya mucha gente, cuando habla con los deudos del fallecido, se
anima a indagar si tiene sentimientos positivos o negativos hacia él.
Todos estos fenómenos ocurren porque
popularmente creemos en el libre albedrío
y no creemos en el determinismo.
Efectivamente, la ciencia, que tampoco puede
abandonar su creencia en el libre
albedrío, se queda con la explicación de que el suicida es una persona que
cometió un acto voluntario y responsable. Con la premisa del libre albedrío es posible suponer que el
suicida es en realidad en condenable homicida, por más que la víctima de su
crimen haya sido él mismo.
Quienes descreemos del libre albedrío estamos mejor posicionados para suponer que los suicidas
son personas afectadas por una enfermedad terminal, tan efectiva como cualquier
otra.
El
determinismo nos permite suponer que no hacemos nuestra voluntad y que un
suicida hace lo que no podría evitar.
(Este es el
Artículo Nº 1.691)
●●●
No hay comentarios:
Publicar un comentario