La angustia propia del «fenómeno vida» puede ser interpretada como un sentimiento de culpa provocado por una falta imaginaria.
Quienes tenemos la vocación de jugar con el pensamiento, encontramos ideas interesantes, divertidas, graciosas, paradojales.
Muy frecuentemente lo absurdo ubicado dentro de un razonamiento es lo que le da ese rasgo atractivo a la idea original.
En este caso les comento una idea curiosa que cuenta con méritos suficientes como para ser razonable y, en el mejor de los casos, también útil.
Todo estamos convencidos de que primero está el pecado y luego aparece el sentimiento de culpa.
Dicho de otro modo: primero nos complacemos a pesar de cometer una transgresión y luego recibimos un castigo doloroso que nos lleva al arrepentimiento y eventualmente a evitar futuros apartamientos de la ley.
La idea extraña pero razonable dentro de la teoría psicoanalítica que quiero presentarles dice que no necesariamente los hechos tienen que presentarse en este orden (pecado, culpa).
Es posible que la angustia existencial, el dolor de estar vivos, esa dosis de malestar inherente al «fenómeno vida» y que funciona como un estímulo imprescindible, siempre está ahí, molestando, provocándonos para que hagamos algo (comer, descansar, cambiar de oficio), para que superemos la natural resistencia al cambio.
Una de las soluciones para tratar de aplacar ese dolor inespecífico, propio del «fenómeno vida», es imaginarlo como una culpa.
Para lograr que esa solución sea efectiva, aprovechamos la imprecisión que caracteriza a nuestra inteligencia y nos imaginamos que dicha angustia existencial es en realidad remordimiento.
Una vez convencidos de que es remordimiento, tenemos que encontrar su origen: algo habremos hecho para sentirnos tan culpables.
Sólo nos falta inventar un protagonismo donde seamos víctimas de una causa noble, que nos llene de orgullo, por ejemplo, «me siento culpable porque soy demasiado egoísta».
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