Me gustan los refranes porque comunican falsedades que, por su fama y brevedad, se cuelan en nuestra mente con toda la fuerza de la sabiduría.
Este fenómeno de los proverbios lo encuentro parecido al de las leyendas urbanas.
— «Anda un hombre atrapando universitarios y con una navaja, les aumenta el tamaño de la boca». A esta leyenda le llaman «la sonrisa de payaso»;
— «En breve, un dispositivo electrónico hará sonar el teléfono celular de los conductores, para multar a quienes cometan la infracción de atenderlo».
— «El estrés o energía de algunas personas, provoca el misterioso fenómeno de la combustión espontánea, por el cual su piel o tejido adiposo, se incendian provocándoles graves quemaduras».
Estas leyendas urbanas calzan en algún lugar de nuestra zona más crédula del cerebro, con la colaboración de proverbios tales como: «Yo no creo en brujas, pero que las hay, las hay»; «Creer o reventar»; «La vida no es un problema para resolver sino un misterio para vivir».
Pero, no cualquier historia se convierte en una leyenda urbana.
Un rápido vistazo al asunto, me lleva a suponer que existen dos ingredientes infaltables:
1) Tiene que ser verosímil; y
2) Los hechos narrados deben provocarnos goce.
Y acá aparece lo más llamativo.
Todos pensamos que deseamos exclusivamente lo placentero, lo que nos alivie, lo que nos haga reír.
No es así: un goce se obtiene cuando ocurren ciertos procesos orgánicos que pueden generar alivio o dolor.
El alivio es el que todos conocemos según el sentido común, pero el penoso lo intuimos cuando oímos la expresión «morirse de la risa», o nos enteramos que los franceses aluden al orgasmo como una «pequeña muerte».
Las malas noticias, el miedo o la frustración provocados por las leyendas urbanas, activan nuestra ambición de gozar y por eso nos vuelven crédulos.
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