En un artículo de reciente publicación (1), el razonamiento desarrollado me llevó a la conclusión de que funcionamos mejor cuando estamos con demasiado trabajo, porque cuando no tenemos suficientes ocupaciones, padecemos uno de los castigos más agresivos que reciben los presidiarios: el aburrimiento, la inactividad, la sensación de que las horas son eternas.
Este punto de vista está vinculado con otro que he mencionado reiteradas veces y es que la naturaleza se vale de provocarnos dolor y placer para que sigamos vivos el mayor tiempo posible.
Por esto, tenemos que asumir resignadamente que no existe la felicidad permanente fuera de nuestra imaginación más optimista.
Lo que sí existen son maravillosos aunque fugaces momentos de placer, ubicados al final de los momentos penosos, esforzados, exigidos.
Somos felices cuando superamos un desafío, cuando termina una jornada laboral, cuando podemos darnos una ducha, practicar nuestro deporte favorito, hacer el amor, tener una conversación agradable, ¡y la lista es muy extensa!
Por lo tanto, si partimos del supuesto de que las molestias son inevitables —porque de ellas depende que sigamos vivos—, seguiremos buscando la forma de aliviarnos, pues eso es lo que necesita la naturaleza para conservarnos vivos.
También podemos concluir que, ante las dos opciones de tener mucho trabajo o poco trabajo, es preferible tener de más y no tener de menos (porque se convierte en un castigo).
Podemos concluir que:
1º) es acertado ser muy participativo;
2º) desarrollar destrezas útiles para la mayor cantidad de gente posible;
3º) publicitar nuestras destrezas (oficio, profesión, arte);
4º) ofrecer nuestra colaboración; y
5º) encontrar la manera de negarnos con simpatía, a realizar lo que exceda nuestras posibilidades de cumplimiento.
En suma: el objetivo es conseguir demasiado trabajo, pero hacer lo justo para no sentirnos mal, desarrollando el arte de decir «NO».
(1) Lo bueno que parece malo
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