El instinto de conservación exaspera nuestra lucidez
mediante el dolor para que seamos eficaces en la conservación de la vida.
Aunque usted no lo crea,
existen personas que no están preocupadas por el dinero.
Ellas lo tienen en cantidad
suficiente; la cantidad que les llega parece tener una fuente inagotable; no
están preocupadas por si algún día caerán en la indigencia, ni se les ocurre
pensar en los vaivenes de la economía mundial: simplemente hacen ciertas
tareas, cumplen ciertas obligaciones y el dinero suficiente llega con pacífica
regularidad.
Para quienes viven corriendo
tras los compromisos económicos, para quienes todos los meses padecen un cierto
monto de angustia porque no llegan a fin de mes sin hacer
malabares con los escasos recursos que tienen...o con la excesiva cantidad de
gastos, imposible de abatir, para todas estas personas, repito, es quimérico
imaginar que existan otras formas de vivir.
Más allá de lo que cada uno sea capaz de suponer, hay gente
que no padece preocupaciones económicas, pero padece otro tipo de
preocupaciones porque, según parece, las preocupaciones son un ingrediente
natural para que el fenómeno vida
solo se detenga lo más tarde posible (1).
Las preocupaciones de quienes no tienen problemas económicos
consisten en cómo entretenerse, en cómo darle sentido a la existencia, en cómo
llenar el tiempo libre.
Nuestra mente está especializada en detectar rápidamente las
carencias pero es muy torpe para detectar todo lo demás. Está diseñada para
captar el dolor pero tiene dificultades para registrar el alivio.
La Naturaleza es sabia: como lo único que puede poner en
riesgo la existencia suele avisar su proximidad provocándonos dolor, el instinto
de conservación nos aumenta la conciencia, la lucidez, el estado de alerta, con
las sensaciones dolorosas, para que actuemos defensivamente y se cumpla el
objetivo principal: vivir.
(Este es el Artículo Nº 2.094)
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