Los personajes más admirados, famosos y triunfantes, son personas con un cierto talento pero, sobre todo, un fuerte temor a no recibir el amor que todos necesitamos.
«Sublime» es un adjetivo, un modificador del sustantivo, un calificativo caracterizado por significar algo excelente, insuperable, maravilloso.
Estaremos de acuerdo en que cuando algo o alguien se merece el rótulo de «sublime», está dependiendo de una opinión totalmente subjetiva de quien o quienes la pronuncien.
En nuestra cultura vergonzosa, amante del dolor, los suplicios y los mártires, cazadora de quienes disfrutan de la vida, tienen dinero o parecen felices, suele decirse genéricamente que las pasiones personales o colectivas son sublimaciones del deseo sexual.
Dicho de otro modo, subjetivamente tendemos a pensar que un gran cantante, un admirable deportista o un Premio Nobel de química, son personas que han sublimado sus deseos sexuales, derivándolos hacia las actividades que no son condenadas por nuestra moral contraria al disfrute.
Cuando usamos el refrán «las apariencias engañan» estamos refiriéndonos a este retorcimiento de nuestras pasiones básicas hasta convertirlas en otras que reciban la aprobación colectiva.
Y la satisfacción de las expectativas colectivas es obligatoria porque la sanción social para quienes la frustran es muy difícil de soportar.
Bajo una apariencia de libertad en los hechos condenamos a personas de otras razas, idiomas, vestimenta, creencias, opciones.
Y la amenaza mágica que profieren nuestros vecinos parece infantil: «no te quiero más», lo mismo que suelen decirnos los niños cuando se enojan por haber sido molestados por nuestras normas (comer en hora, bañarse, abandonar el parque de diversiones).
En suma: los sublimes personajes que nos llenan de admiración y de envidia, suelen ser personas dotadas de un talento especial pero sobre todo, son individuos que abandonan sus placeres instintivos por temor a perder lo que todos necesitamos: amor, aprobación, compañía.
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