domingo, 2 de junio de 2013

¿Para qué sirve la vida?




¡Un hombre al mar!

¡Qué importa! El buque no se detiene por eso. El viento sopla; el barco tiene una senda trazada, que debe recorrer necesariamente.

El hombre desaparece y vuelve a aparecer; se sumerge y sube a la superficie; llama; tiende los brazos, pero no es oído: la nave, temblando al impulso del huracán, continúa sus maniobras; los marineros y los pasajeros no ven al hombre su­mergido; su miserable cabeza no es más que un punto en la inmensidad de las olas.

Sus gritos desesperados resuenan en las pro­fundidades. Observa aquel espectro de una vela que se aleja. La mira, la mira desesperado. Pero la vela se aleja, decrece, desaparece. Allí estaba él: hacía un momento, formaba parte de la tripula­ción, iba y venía por el puente con los demás, tenía su parte de aire y de sol; estaba vivo. Pero ¿qué ha sucedido? Resbaló; cayó. Todo ha termi­nado.

Se encuentra inmerso en el monstruo de las aguas. Bajo sus pies no hay más que olas que huyen, olas que se abren, que desaparecen. Estas olas, rotas y rasgadas por el viento, lo rodean espantosamente; los vaivenes del abismo lo arras­tran; los harapos del agua se agitan alrededor de su cabeza; un pueblo de olas escupe sobre él; confusas cavernas amenazan devorarle; cada vez que se sumerge descubre precipicios llenos de oscuridad; una vegetación desconocida lo sujeta, le enreda los pies, lo atrae: siente que forma ya parte de la espuma, que las olas se lo echan de una a otra; bebe toda su amargura; el océano se encarniza con él para ahogarle; la inmensidad jue­ga con su agonía. Parece que el agua se ha con­vertido en odio.

Pero lucha todavía.

Trata de defenderse, de sostenerse, hace es­fuerzos, nada. ¡Pobre fuerza agotada ya, que com­bate con lo inagotable!

¿Dónde está el buque? Allá a lo lejos. Apenas es ya visible en las pálidas tinieblas del horizonte.

Las ráfagas soplan; las espumas lo cubren. Alza la vista; ya no divisa más que la lividez de las nubes. En su agonía asiste a la inmensa de­mencia de la mar. La locura de las olas es su suplicio: oye mil ruidos inauditos que parecen salir de más allá de la tierra; de un sitio descono­cido y horrible.

Hay pájaros en las nubes, lo mismo que hay ángeles sobre las miserias humanas; pero, ¿qué pueden hacer por él? Ellos vuelan, cantan y se ciernen en los aires, y él agoniza. Se ve ya sepul­tado entre dos infinitos, el océano y el cielo; uno es su tumba; otro su mortaja.

Siente ardor en la nariz provocado por el salitre oceánico, pero el dolor cede, los músculos se agotan, ya casi no sale a la superficie, siente angustia porque ningún marinero lo socorrió, le duele el abandono, nadie se preocupó por él.

Aunque pasaron varios días y su cuerpo sigue vivo porque desarrolló branquias que lo proveen de oxígeno, no para de lamentarse pues ¿para qué le sirve la vida si sus compañeros lo abandonaron?

Nota: El texto en color azul pertenece a la novela Los miserables, del escritor francés Víctor Hugo [1802-1885].

(Este es el Artículo Nº 1.909)

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