Nuestras ideas pierden realismo cuando nos dejamos
llevar por nuestras ganas de gozar a cualquier precio.
No sería tan irreverente con
la inteligencia humana si no fuera porque tantas personas se ufanan de ella. Si
fuéramos más humildes al compararnos con el resto de los seres vivos, quizá me
sentiría más proclive a dulcificar mis ataques a la estupidez erudita.
Pero esa mansedumbre está lejos de aparecer. Seguimos
insistiendo con las verdades que impone la fuerza física.
Algo que nos cuesta entender
es la diferencia que existe entre lo que somos y lo que deberíamos ser. Nos
encandila de tal forma esta aspiración idealista que muchas veces nos juzgamos
entre nosotros tomando como referencia un modelo teórico ideal que dista mucho
de parecérsenos a lo que en realidad somos.
Un chiste sobre la torpeza
humana cuenta que alguien se lamentaba porque su burrito falleció cuando ya estaba
acostumbrándose a vivir sin comer.
Es personaje no supo
identificar la causa de muerte de su animalito porque prefería ignorar que
fuera su propia acción equivocada de privarlo de alimentación.
Como parece ser una constante
en nuestra conducta que con mucha frecuencia privilegiamos las interpretaciones
favorables a nuestros deseos en desmedro de las hipótesis más realistas aunque
menos disfrutables para nuestro ego, es una práctica bastante acertada
desconfiar de cualquier explicación que pudiera beneficiar a quien la propone.
En otras palabras: si alguien
afirma, por ejemplo, que el sufrimiento le aporta tonicidad, temple y pureza a
su carácter, no está de más suponer que dicho amante del dolor encontró algún
beneficio inconfesable para preferir las opciones más dolorosas.
Por ejemplo, una posible
explicación de su prédica podría indicar que adoptó el mecanismo de defensa según
el cual «si no puedes con él, únetele», es decir, «fuerza los hechos para aliarte con tu enemigo».
(Este es el Artículo Nº 1.892)
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