El sentido común predomina entre los trabajadores de la salud y por eso nos angustia cuando un paciente no se cura... sin considerar que la enfermedad puede ser lo mejor para él.
Seguramente todos conocemos matrimonios malavenidos que sin embargo no se divorcian sino que siguen durante años conservando una guerra de baja intensidad.
Hasta podríamos decir que los une el amor... al conflicto.
Los humanos poseemos incoherencias que a pesar de ser normales, son fuertemente criticadas por quienes tienen que padecernos.
También es cierto que no es posible que las diferentes personalidades que forman nuestra personalidad oficial, pública, conocida, se divorcien.
Hasta podríamos decir que nos une el amor... propio (narcisismo).
En otro artículo (1) he mencionado una especie de masoquismo leve (¿bajas calorías? ¿light? ¿descafeinado?) pero universal que tenemos los humanos.
Uno de los comentarios que en ese artículo les hacía refiere a que sufrir puede estar al servicio de conservar nuestra existencia y hasta nuestra calidad de vida.
Los trabajadores de la salud (médicos, psicoanalistas, homeópatas) nos quejamos de que algunos pacientes no responden adecuadamente al tratamiento. Cuando aplicamos las técnicas terapéuticas más efectivas, los síntomas no remiten.
La hipótesis más descabellada (para quienes trabajamos con la razón), es que el paciente no sabe que desea conservar el padecimiento del que quiere curarse.
El consultante, cuando se presenta ante el trabajador de la salud, no es una persona coherente, equilibrada, confiable. Si a algo se parece es a ese matrimonio desavenido que mencioné en primer término.
Es como si un cónyuge dijera «quíteme este dolor» y el otro corrigiera «¡ni se le ocurra aliviar esa molestia!».
Dicho de otro modo: para poder entendernos y llevarnos mejor con nosotros mismos, corresponde no olvidar que algunos malestares, padecimientos y hasta fracasos, sólo podrán curarse cuando dejen de ser necesarios.
(1) La pobreza saludable III
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