domingo, 7 de julio de 2013

El dinero parece un comodín




El dinero cumple una función similar a la que cumplen los comodines de las barajas.

Los naipes (barajas) son cartulinas rectangulares de 10 x 7 centímetros, que de un lado tienen imágenes que las diferencian unas de otras y del lado opuesto tienen una única imagen que las iguala. De un lado son todas distintas y del otro lado son todas iguales.

Estas cartulinas permiten practicar juegos que pueden llegar a ser apasionantes. El atractivo de esos juegos está en que metafóricamente emulan situaciones dramáticas de nuestra existencia real.

Básicamente los jugadores compiten entre sí como compiten por el amor de los padres, por la valoración social, por el dinero.

Los jugadores también deben aplicar estrategias, engaños, poder de observación, audacia, tolerancia a la frustración..., como en la existencia real.

Ese conjunto de cartulinas (naipes, barajas) incluyen dos especiales que se denominan comodines o jókers.

Estas cartas se usan en los juegos donde existen naipes polivalentes, que cumplen la función que mejor convenga al jugador. Este puede usarlas para remplazar cualquier baraja que necesite para ganar.

De más está decir que el jugador que recibe un comodín debe sentirse afortunado porque sus posibilidades de ganar aumentan significativamente.

Con este antecedente, vayamos ahora a lo que es la existencia real.

La angustia existencial está provocada por la ansiedad, preocupación, dolor e incertidumbre que nos provocan las carencias: de amor, dinero, alimento, vivienda, salud, y en última instancia de la vida misma.

Cuán afortunado se sentiría alguien que en «el juego de la vida», como si fuera con barajas, recibiera un comodín, un jóker, la posibilidad de resolver infaliblemente cualquiera de esas angustiantes carencias.

Para quitarnos estos malestares, nuestra fantasía crea sus comodines con los cuales logramos un alivio gratificante.

Me refiero a los fetiches, amuletos, ídolos, talismanes y el dinero.

(Este es el Artículo Nº 1.916)

El cobrador de morosos




En la casona del Prado llegamos a vivir tres generaciones: los abuelos, la familia de mi tía, (esposo y dos hijos), y nosotros, (mamá, papá, mi hermana y yo).

La abuela era una mujer alegre, fanática de festejar cualquier cosa porque se sentía feliz pasándose nueve horas cocinando para que en una reunión de tres horas no quedara comida ni para cenar algo liviano.

Nos llevábamos bien. Mi padre y el esposo de mi tía soportaban sin dificultad la no pertenencia a los lazos sanguíneos de los dueños de casa.

Hasta cierto punto mi abuelo los ayudaba, los consolaba en las mini guerrillas tribales y matriarcales. Se reunían en el fondo, debajo de una higuera, a tomar cerveza, escuchar a Carlos Gardel y criticar a las mujeres: la abuela y sus dos hijas.

Para los niños era un buen hogar porque tenían que amenazarnos para que dejáramos de jugar.

Una mañana el ambiente se enturbió. Cuando me senté a desayunar sentí un silencio angustiado. La abuela tenía la boca más fruncida que de costumbre y mi tía casi no saludó.

Después supe, porque mi hermana me lo contó, que la tía estaba embarazada y que eso a la abuela no le gustó nada.

Yo creía que las mujeres infaltablemente se alegraban de cualquier embarazo, pero ahí entendí que hay excepciones.

Ahora tendría que decir que hay una excepción, en singular, pues mi abuela se sintió mal por ese embarazo concretamente.

El ambiente de la casa se complicó, perdió brillo, diversión, reuniones con mucha comida casera. El embarazo de mi tía fue doloroso, lleno de sobresaltos, con insomnio, hipertensión arterial y otros desarreglos de salud.

La abuela consideraba lógico que eso estuviera ocurriendo y su malestar con la primera noticia se instaló porque «algo le dijo» que ese futuro niño venía a traernos problemas a todos. Según oí que mi abuela le decía al abuelo en su dormitorio, «ese niño es una desgracia», ante lo cual el abuelo chistaba contrariado porque no se animaba a un discurso más elocuente.

Con mis primos nos criamos siendo testigos de aquel mal presagio. Nació un varoncito completamente sano que no paraba de llorar, los padres corrían angustiados pero nada calmaba al pequeño gritón.

Sin perder la buena salud que lo caracteriza, aquel niño es hoy un adolescente que nos odia a todos, que nos hace la vida imposible, ningún experto en salud mental sabe qué pasa, pero según la abuela este niño vino a cobrarnos lo que quedamos debiendo en vidas anteriores.

(Este es el Artículo Nº 1.930)

La educación sobre gustos personales




Los compradores de esos artículos que jamás compraríamos, existen y usted intenta educarlos.

Todos los seres vivos evitamos el dolor, entendiendo por tal aquello que nos provoca malestar, insatisfacción, mortificación.

Claro que el dolor parece universal pero no lo es tanto.  Aquello que nos provoca malestar, insatisfacción, mortificación, no es para todos lo mismo. Algunas personas sufren con lo que otros disfrutan y viceversa.

Sin embargo, una mayoría está incómoda cuando se pincha un dedo con una punta afilada, una mayoría se molesta cuando siente hambre, una mayoría disfruta reuniéndose con por lo menos una persona y una minoría disfruta de la soledad.

Esta relación con el dolor y el placer es bastante más variada en lo que a gustos se refiere: sabores, colores, fragancias, volúmenes, texturas, presión, humedad, temperatura, diseño.

Si algún día se levanta con ganas de pasar mal puede encontrar una buena diversión yendo a una tienda muy surtida.

El deporte masoquista que le propongo consiste en mirar detenidamente los escaparates, góndolas, estanterías, vidrieras, prestándole atención a todo lo que jamás compraría.

Mire con cuidado esos adornos horribles, esas máquinas inútiles, esos alimentos que parecen en estado de avanzada descomposición, no se pierda los vestidos llenos de colores mal combinados, pregúntese qué tienen en la cabeza las personas que compran esos zapatos, no se pierda la sección muebles para dormitorio, living y cocina, no eluda preguntarse quién puede vivir en una casa donde tengan un sofá así, dedíquele unos minutos a observar las alfombras, esos dispositivos capaces de juntar toneladas de tierra, barro, microbios, insectos, búfalos con mal aliento.

Cuando se haya cansado de sufrir, egrese del local, feliz de no tener que pagar por la experiencia y piense que los compradores de esos artículos existen, usted los conoce, nos rodean e insólitamente usted pretende educarlos.

(Este es el Artículo Nº 1.924)

martes, 4 de junio de 2013

¿Para qué sirve la vida?



 
¡Un hombre al mar!

¡Qué importa! El buque no se detiene por eso. El viento sopla; el barco tiene una senda trazada, que debe recorrer necesariamente.

El hombre desaparece y vuelve a aparecer; se sumerge y sube a la superficie; llama; tiende los brazos, pero no es oído: la nave, temblando al impulso del huracán, continúa sus maniobras; los marineros y los pasajeros no ven al hombre su­mergido; su miserable cabeza no es más que un punto en la inmensidad de las olas.

Sus gritos desesperados resuenan en las pro­fundidades. Observa aquel espectro de una vela que se aleja. La mira, la mira desesperado. Pero la vela se aleja, decrece, desaparece. Allí estaba él: hacía un momento, formaba parte de la tripula­ción, iba y venía por el puente con los demás, tenía su parte de aire y de sol; estaba vivo. Pero ¿qué ha sucedido? Resbaló; cayó. Todo ha termi­nado.

Se encuentra inmerso en el monstruo de las aguas. Bajo sus pies no hay más que olas que huyen, olas que se abren, que desaparecen. Estas olas, rotas y rasgadas por el viento, lo rodean espantosamente; los vaivenes del abismo lo arras­tran; los harapos del agua se agitan alrededor de su cabeza; un pueblo de olas escupe sobre él; confusas cavernas amenazan devorarle; cada vez que se sumerge descubre precipicios llenos de oscuridad; una vegetación desconocida lo sujeta, le enreda los pies, lo atrae: siente que forma ya parte de la espuma, que las olas se lo echan de una a otra; bebe toda su amargura; el océano se encarniza con él para ahogarle; la inmensidad jue­ga con su agonía. Parece que el agua se ha con­vertido en odio.

Pero lucha todavía.

Trata de defenderse, de sostenerse, hace es­fuerzos, nada. ¡Pobre fuerza agotada ya, que com­bate con lo inagotable!

¿Dónde está el buque? Allá a lo lejos. Apenas es ya visible en las pálidas tinieblas del horizonte.

Las ráfagas soplan; las espumas lo cubren. Alza la vista; ya no divisa más que la lividez de las nubes. En su agonía asiste a la inmensa de­mencia de la mar. La locura de las olas es su suplicio: oye mil ruidos inauditos que parecen salir de más allá de la tierra; de un sitio descono­cido y horrible.

Hay pájaros en las nubes, lo mismo que hay ángeles sobre las miserias humanas; pero, ¿qué pueden hacer por él? Ellos vuelan, cantan y se ciernen en los aires, y él agoniza. Se ve ya sepul­tado entre dos infinitos, el océano y el cielo; uno es su tumba; otro su mortaja.

Siente ardor en la nariz provocado por el salitre oceánico, pero el dolor cede, los músculos se agotan, ya casi no sale a la superficie, siente angustia porque ningún marinero lo socorrió, le duele el abandono, nadie se preocupó por él.

Aunque pasaron varios días y su cuerpo sigue vivo porque desarrolló branquias que lo proveen de oxígeno, no para de lamentarse pues ¿para qué le sirve la vida si sus compañeros lo abandonaron?

Nota: El texto en color azul pertenece a la novela Los miserables, del escritor francés Víctor Hugo [1802-1885].

(Este es el Artículo Nº 1.909)

La tristeza posterior a la alegría




 Algunos son pobres patológicos para evitar la depresión posterior al bienestar y hasta eluden el coito para evitar la aparente impotencia.

Usted no lo recuerda pero yo sí: cierta vez obtuvo un éxito que le dio gran alegría y ¿qué le pasó horas después de los festejos? Se puso inexplicablemente triste. ¡Muy triste!

En aquella ocasión, ni usted ni yo entendimos por qué aquel estado de ánimo tan doloroso pero yo me quedé pensando y recién ahora puedo darle la explicación: Usted se deprimió porque así funciona nuestro cuerpo y por lo tanto nuestra psiquis: después de una etapa de inflamación sigue una proceso desinflamatorio y después de un momento de euforia casi infaliblemente sigue un momento de inexplicable depresión anímica.

Pero lo más complicado no fue esto sino que usted, como en aquel momento no tuvo la explicación que ahora le estoy dando interpretó que el éxito en realidad deprime y por eso nunca más quiso alegrarse tanto, ni con los juegos de azar, (porque teme lograr el premio mayor), ni con los buenos negocios, ni con los cumpleaños con muchos amigos que le demuestren cuánto lo quieren, ni yendo a divertirse..., porque corre el riesgo de alegrarse primero y deprimirse después.

Según las creencias del psicoanálisis los seres humanos padecemos algo que genéricamente se denomina «complejo de castración», el que en una definición ultra corta significa «miedo a las pérdidas».

Nuestro cuerpo funciona así: cambia de estado cada tanto, en un constante proceso de desequilibrio y posterior reequilibrio, de llenar los pulmones de aire para después vaciarlos, de contraer el corazón para expulsar la sangre al torrente sanguíneo para inmediatamente expandirse succionándola.

Algunos son pobres patológicos para evitar la depresión posterior al bienestar y hasta eluden el coito para evitar la aparente impotencia (¿castración?) posterior a la eyaculación.

(Este es el Artículo Nº 1.883)