viernes, 2 de agosto de 2013

El libre albedrío y el temor a enloquecer




La creencia en el libre albedrío tiene como estímulo primordial el temor a enloquecer, a perder el control.

En lenguaje coloquial, como si estuviéramos en una cafetería, la salud mental es correcta cuando tenemos de todo un poco: bondad, serenidad, intolerancia, agresividad, paciencia, comprensión lectora, habilidad para hacer cálculos matemáticos, talento para entender conceptos abstractos, locuacidad, sensibilidad emocional, desconfianza, dependencia, responsabilidad, y la lista quizá sea demasiado extensa.

Repito: estamos bien cuando de todas las características de la psiquis, recién mencionadas, tenemos un poquito y estamos mal cuando de alguna de ellas tenemos demasiado mucho o demasiado poco.

No estamos bien si somos demasiado bondadosos, ni estamos bien cuando somos demasiado irritables.

Estas condiciones de estar bien o mal nunca existen en realidad porque lo que disfrutamos o padecemos son estados intermedios, es decir, un poco bien o un poco mal.

Metafóricamente hablando, nuestra psiquis se desplaza en una zona de grises, que van, sin alcanzarlos, del blanco puro al negro puro.

Todos necesitamos poseer una sensación de auto-control; es la forma básica y más importante de tener poder. Cuando no podemos controlar nuestras emociones padecemos una dolorosa angustia, tememos estallar, fragmentarnos. Nos desesperamos, la ansiedad trepa.

Es frecuente temer la locura. Muchas personas temen perder el control de sus emociones, enloquecer, sentirse poseídos por una fuerza demencial que los lleve a cometer actos de terribles consecuencias, tales como matar, saltar al vacío, destrozar, herir, regalar lo imprescindible.

Como reacción defensiva, es frecuente la creencia en el libre albedrío y el rechazo al determinismo.

Creer en que todos nuestros actos están fuera de nuestro control preocupa sobremanera a quienes temen enloquecer, perder el control y cometer algún desatino que les convierta la vida en un infierno eterno.

Sin embargo estos temores no pasan de ser simples fantasías: enloquecer es dificilísimo.

(Este es el Artículo Nº 1.962)

Una satisfacción inconfesable



 
Los naufragios con mayor cobertura periodística representan el anhelado fin de la opresión paterna.

Decir que los sentimientos hacia nuestro padre son ambivalentes es redundante porque todos los sentimientos lo son.

Este «viejo desgraciado», cuya muerte lloramos sinceramente, fue quien nos consoló con magnético silencio en alguna ocasión muy dolorosa y también quien nos interceptaba la escucha y hasta las miradas de mamá que nos dejaba de lado por atenderlo.

Pero este personaje ocupa un lugar seguro en nuestra psiquis, aún cuando no haya estado tan presente en nuestras vidas como mamá. Ocupa ese lugar aunque no sepamos quién es.

El personaje (no el ser humano de carne y hueso) representa lo bueno y lo malo de la sociedad, lo que está alejado del ámbito materno.

Dada nuestra natural predisposición a desconocer lo bueno y a prestarle mucha atención a lo negativo, tanto la figura paterna como la sociedad y como lo no-materno son, en promedio, fuentes de preocupación, miedo y angustia.

Esto es así porque para nuestro instinto número uno (el de conservación), es más importante y urgente prestarle atención a las amenazas que a lo inofensivo.

Por lo tanto, la figura paterna en tanto representante de lo no-materno, tiene en promedio bajas calificaciones en nuestra psiquis, pues sus características más interesantes para nuestro instinto de conservación son las negativas.

Como nuestra mente se rige por lo idéntico y también por lo parecido (metáforas), esa figura paterna está representada por muchas cosas.

Si las historias del Titanic y del Costa Concordia llaman tanto la atención es porque además de la tragedia en sí, una mayoría asociamos la grandeza y poderío de esos barcos con aquel señor con quien competíamos en desventaja por el amor de mamá.

Un naufragio también es ambivalente: nos apena y nos llena de satisfacción inconfesable.

(Este es el Artículo Nº 1.955)

Percibimos el dolor pero no el alivio


Los menos favorecidos sufren más porque celan y envidian a los ricos. Estos no son conscientes de su bienestar.

¿Recordáis la Fiesta de San Fermín, en Pamplona, donde la gente corre 849 metros delante de toros que solo avanzan, llevándose por delante y pisoteando a cualquiera que se le atraviese? Bien, la madre de Sofía, con su sinceridad, es como cualquiera de esos toros: embiste y pisotea a quienes se le atraviesen en el camino.

La madre de Sofía y la Fiesta de San Fermín tienen defensores y detractores.

Esa característica de la señora fue muy trascendente para sus hijos porque ella prefería al varón y apenas toleraba a la hija.

Esta niña tuvo celos y envidia porque su instinto de conservación la ponía en pie de guerra cuando la madre no disimulaba la predilección por Antonio, un varoncito que pocas veces se dio cuenta de los beneficios que recibía y de la penosa situación de su hermana.

Sin embargo, Sofía no podía dejar de culparlo porque imaginaba que el niño hacía cosas a propósito para perjudicarla.

Para Sofía fue difícil comprender que era su mamá la  causante de las injusticias porque así somos los humanos: no acusamos a los culpables sino a quienes podemos acusar.

Como la niña necesitaba la poca atención que le daba su mamá no pudo aceptar que ésta era la responsable de tan grosera discriminación.

Nuestro discernimiento es tan débil y vulnerable que difícilmente podamos ser justos, especialmente juzgando aquello que nos perjudica, con la determinación del culpable, con la identificación de nuestros enemigos.

Así funcionamos y no es extraño que también los Ministerios de Justicia tengan más dificultades en castigar a un ciudadano rico que a uno pobre.

Los ricos, al igual que Antonio, realmente no se dan cuenta de que son privilegiados.

(Este es el Artículo Nº 1.935)


Buenos padres de familia pese a todo



 
Podemos destinar nuestros recursos a luchar para provocar cambios sociales estructurales..., pero sin dejar de ser «buenos padres de familia».

— Es cierto que los poderosos quieren debilitarnos para que no lleguemos a ser sus competidores.

— Es cierto que los ricos tratan de conservar su riqueza, aún a costa de que los pobres padezcan dolorosas escaseces que los ricos podrían evitar sin por eso resentir su bienestar.

— Es cierto que los sistemas educativos de todos los países están diseñados para conservar las diferencias entre las clases sociales, inclusive cuando los gobernantes susurren, digan o griten, que ellos sólo aspiran a un mundo mejor, a crear seres humanos felices, a que «los más perjudicados sean los más privilegiados».

Todo eso supuestamente es así. Estoy dispuesto a admitirlo, pero sin dejar de mencionar algunas salvedades obligatorias.

Quienes hemos asumido la responsabilidad de ser buenos «padres de familia», sin importar nuestro sexo anatómico, los varones o mujeres que tenemos a cargo cuidar a nuestros seres queridos cuando no pueden ganarse la vida por sí solos (niños, ancianos, enfermos, laboralmente desocupados), podemos tener en cuenta que existen injusticias (abuso de los poderosos, explotación, mal reparto de la riqueza), pero eso no puede justificar que dejemos de ser «buenos padres de familia».

Quienes justifican su desgano son funcionales a todo lo que supuestamente está mal.

En otras palabras: las injusticias mencionadas más arriba son parte de nuestro hábitat, son naturales, no son tipificadas como delitos, aunque moralmente sean condenables, son características del escenario donde tenemos que actuar, es la realidad que nos tocó.

Son dificultades comparables con los obstáculos que nos impone la naturaleza, tales como lluvias, nieve, sismos.

Quizá podemos destinar parte de nuestro tiempo, energía y otros recursos a luchar para provocar cambios sociales estructurales..., pero sin dejar de ser «buenos padres de familia».

El individualismo de los creyentes en Dios




La mayoría de quienes creen en Dios optan por mantenerse independientes (individualismo) del resto de quienes probablemente compartan su creencia.

Para ser especialista en cáncer (oncología) no se exige haber padecido esa enfermedad. Con similar criterio quiero compartir con ustedes un comentario que refiere a la religiosidad a pesar de que soy ateo.

En un artículo anterior (1) les comentaba que una mayoría de personas adora la perfección y deplora la imperfección.

Esto es así porque esa mayoría entiende que la vida es molesta porque las cosas no andan del todo bien y suponen que si no fuera por nuestras imperfecciones (somos mortales, mentimos, nos cansamos, sentimos dolores, dejamos de amar a quien amábamos, tenemos vicios, buscamos el placer físico)..., si no fuera por nuestras imperfecciones, decía, viviríamos bien y hasta no cometeríamos el error de morirnos J.

El fuerte apego que la mayoría siente por la perfección se manifiesta creyendo que existe un Dios perfecto, omnipotente, que todo lo sabe y que es inmensamente justo, es decir: tiene todo lo que nos falta.

Según puedo observar esa mayoría podría estar compuesta por tres grupos de personas:

— El grupo mayoritario está compuesto por «creyentes», esto es, personas que tienen una aproximación moderada a Dios, que se autodefinen creyentes, que no adhieren a ninguna congregación en especial y que conciben el fenómeno religioso a su modo, como prefieren, según su criterio;

— El grupo minoritario-mayor, está compuesto por «religiosos», esto es, personas que son «fieles y exactos en el cumplimiento del deber» que les impone una cierta doctrina (católicos, luteranos, pentecostales);

— El grupo minoritario está compuesto por los «clérigos», esto es, «personas que han recibido la orden sagrada», con dedicación total, disciplinados para cumplir las órdenes de su iglesia.

La mayoría no obedece a nadie y una minoría sí obedece.

 
(Este es el Artículo Nº 1.932)