Somos ineficaces para resolver la desigualdad en el reparto de la riqueza porque nuestros sentimientos son definitivamente egoístas. No queremos ayudar a los pobres, queremos sentir lástima por las privaciones que padecimos en nuestra niñez.
Me atrevo a afirmar que el
dolor que nos provoca la injusticia distributiva, la desigualdad económica
entre pobres y ricos, recibe la mayor intensidad emocional de nuestro pasado,
de cuando éramos niños y estuvimos casi permanentemente frustrados de la peor
manera.
A todos nos ocurrió porque es
inevitable: la niñez se caracteriza por una enorme fuerza deseante y, a la vez,
por la casi total imposibilidad de que alguien logre darnos satisfacción. No
podrían hacerlo ni con toda la fortuna planetaria.
La mentalidad fantasiosa nos
hace pensar que los adultos son egoístas, que son millonarios que
deliberadamente, con total maldad, se ensañan privándonos de eso que tantos
necesitamos para ser definitivamente felices: «Esa muñeca o
ese camioncito rojo, ¡qué les cuesta!, ¿por qué son tan miserables que no me lo
compran?»
Los ricos, que poseen la mitad
de la riqueza mundial, reciben estos mismos sentimientos cuando la prensa nos
reitera los padecimientos infames que sufren injustamente millones de personas,
especialmente niños.
Como nuestras frustraciones
infantiles son tan horribles que terminamos olvidándolas para no seguir
padeciendo, casi todos los adultos no pueden creer que su dolor actual venga
desde su infancia. Por el contrario, están convencidos de que es la
sensibilidad normal, propia de un ser humano mentalmente sano, la que no puede
tolerar que unos pocos ricos sean los causantes de tanto dolor.
Quizá pueda decirse que,
efectivamente, es lamentable que una mayoría sufra privaciones, pero de todos
los sentimientos que nos dispara esta situación, probablemente tengan un 10% de
realismo y un 90% de reactivación de lo que fue nuestra triste historia y que
tuvimos que olvidar, (o por lo menos quitar de la conciencia), para no sufrir
inútilmente.
No sería extraño que estemos
perdiendo noción de realidad cuando nos dejamos llevar por sentimientos
inadecuados. Si pudiéramos destinarle el interés que realmente se merecen las
desigualdades socio-económicas, quizá podríamos tomar decisiones más acertadas
pues, las que se han tomado en los últimos siglos, son totalmente ineficaces.
Somos ineficaces porque
nuestros sentimientos solidarios son mayoritariamente egoístas. No queremos
ayudar a los pobres, queremos sentir lástima por aquello que nos pasó y que
tenemos reprimido en el inconsciente.
(Este es el Artículo Nº 2.188)
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