Cada vez que termino la tarea de dormir soy presa del malhumor. Esto me
ocurre todos los días, todas las madrugadas, porque nunca termino la tarea más
allá de las 3:00 a.m.
La modorra me alienta una esperanza que la realidad se encarga de
frustrar: no volveré a dormirme hasta dentro de, por lo menos, veinte horas.
En la oscuridad más impenetrable, no sé si soy ciego o vidente hasta
después de las seis de la mañana porque, en mi país, sólo tenemos luz eléctrica
entre la hora 17:00 y la hora 22:00.
Por su
parte, la luz natural también está vigente durante un período muy acotado.
De todo esto
me enteré, muy a mi pesar, cuando visité un país en el que la corriente
eléctrica funciona permanentemente y de lunes a domingo. A su vez, de puro
redundantes, cuentan con alrededor de 18 horas de luz natural.
Si no
hubiera hecho ese viaje ahora no sentiría que padezco escasez de energía
eléctrica y de luz natural. La escasez de sueño ya la conocía.
Con las primeras
horas de la mañana pude enterarme de que, durante la noche, todas las paredes
de mi habitación habían cambiado de color. Antes eran verdes y ahora son
rosadas. A medida que fue avanzando la luz natural, el color se fue
oscureciendo, como pasa con los cristales fotocromáticos.
Mi único placer mundano, eructar, se estaba demorando. Para
consolarme, hice chasquear mi boca simulando tener algo imposible: algún
alimento estacionado entre los dientes.
Tener hambre comenzó siendo el resultado de mi pobreza pero
logró convertirse en algo que me aporta señales de existencia. Ese dolor en el
estómago me da energía. Por lo demás, mi cuerpo no genera otras señales de
vida. Los eructos son impostados. El hambre es genuina, auténtica, natural,
creíble.
Al salir a la calle para ver si encontraba algún calmante
para mi hambre, comencé a revisar los recipientes de basura infructuosamente.
Sin embargo, un impulso injustificado y obsesivo me impuso volver a revisar
nuevamente a los que ya había descalificado.
Efectivamente, revisando el cuarto vi algo con el mismo
color que ahora tienen mis paredes. Mi mano tuvo que tocarlo, aprisionarlo y
ponerlo en el único bolsillo sano del pantalón.
Volví a la habitación, las paredes eran nuevamente verdes,
abrí el envoltorio rosado y una calavera sobre dos tibias cruzadas, me miró.
Le quité el tapón y, antes de empinarme la botellita, me
pregunté:
— ¿Otras vez soñando con un mundo mejor?
Envolví todo como estaba y salí a buscar comida, como
corresponde.
(Este es el Artículo Nº 2.021)
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