La pobreza patológica siempre es debilitante e induce a tener actitudes vengativas contraproducentes y autodestructivas, inclusive cuando la agresividad padecida es de baja intensidad y tolerable.
La agresividad puede ser defensiva cuando está al servicio de la supervivencia biológica o patrimonial (repeler el ataque de un ladrón potencialmente homicida) o puede ser vengativa cuando está al servicio de lograr la reparación de un daño ya padecido.
Podríamos tomar como punto de partida para este comentario la idea de que la «sed de venganza» es proporcional a la magnitud del agravio comparada con la debilidad del agraviado.
Por ejemplo, una persona puede apelar a métodos vengativos máximos porque alguien lo insultó poniendo en duda la honorabilidad de su madre.
En el otro extremo, un país como Estados Unidos puede apelar a métodos vengativos máximos porque alguien destruyó las Torres Gemelas y provocó daños importantes en la sede central de su Departamento de Defensa (Pentágono).
Probablemente el argumento racional de la venganza sea disuadir al agresor y a los testigos de la agresión para que nunca más provoquen un daño semejante.
Seguramente esta justificación es muy superficial y no reconoce la necesidad psicológica de provocar en el agresor un dolor similar al padecido por la víctima.
La persona vengativa siente la necesidad de ver sufrir a su atacante. Tiene que verlo sufrir o al menos recibir la información de que padeció un dolor similar.
Esto que todos conocemos en carne propia es absolutamente descabellado, demuestra qué falta de lógica tiene nuestro sentido de la justicia y qué poco confiable es nuestro discernimiento.
No corresponde condenar nuestra naturaleza pero es obligatorio conocerla.
Nuestra debilidad económica y cultural nos hace inevitablemente más vengativos y por tanto más injustos e irracionales en tan penosas circunstancias, induciéndonos a tomar decisiones cada vez más perjudiciales y autodestructivas.
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