sábado, 3 de septiembre de 2011

La vejez: resaca de ebriedad juvenil

La vejez es triste cuando durante la juventud precedente creímos algo así como «me quieren por lo que soy y no por lo que doy».

Si le preguntamos a cualquiera nos dirá que quiere vivir la mayor cantidad de años posible... siempre y cuando pueda valerse por sí mismo.

Por lo tanto, todos deseamos longevidad y salud unidas. Longevidad sola, NO. La buena salud parecería incluir una razonable longevidad (100 años, día más, día menos).

Si le preguntamos a cualquiera que ya haya llegado a la vejez (más de 65 ó 70 años), casi seguro que demostrará algún grado de insatisfacción aunque su salud no lo someta a ninguna dependencia humillante.

Lo que he leído y escuchado sobre este fenómeno de disconformidad, amargura y hasta de resentimiento contra una especie de injusticia provocada por la existencia, conduce a una serie de recomendaciones sobre cómo encarar esa etapa de la vida con una filosofía que permita estar alegre, disfrutarla, ser feliz.

Desprecio todas esas propuestas de estilo «auto-ayuda» por considerarlas voluntaristas, ilusorias, bobas. En el fondo equivalen a pintarse una sonrisa de payaso.

Prefiero sin embargo un sistema de «ahorro filosófico» que paso a explicar porque es un concepto diferente a todo lo conocido, aunque más no sea en la forma de describirlo.

Lo que propongo es evitar la juventud voluntarista, ilusoria y boba, porque lo que resulta realmente doloroso en la vejez (que conozco por dentro y sé de qué hablo) es la pérdida de protagonismo, de importancia social, laboral y familiar.

Si cuando jóvenes nos creemos bellos, inteligentes y deseables por nuestra linda cara (valores intrínsecos), viviremos una ilusión que estallará en la vejez. Si cuando jóvenes nos creemos amados porque somos buenos proveedores, aceptaremos perder afectos en la medida que dejemos de ser tan buenos proveedores.

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La resistencia a la cura

El sentido común predomina entre los trabajadores de la salud y por eso nos angustia cuando un paciente no se cura... sin considerar que la enfermedad puede ser lo mejor para él.

Seguramente todos conocemos matrimonios malavenidos que sin embargo no se divorcian sino que siguen durante años conservando una guerra de baja intensidad.

Hasta podríamos decir que los une el amor... al conflicto.

Los humanos poseemos incoherencias que a pesar de ser normales, son fuertemente criticadas por quienes tienen que padecernos.

También es cierto que no es posible que las diferentes personalidades que forman nuestra personalidad oficial, pública, conocida, se divorcien.

Hasta podríamos decir que nos une el amor... propio (narcisismo).

En otro artículo (1) he mencionado una especie de masoquismo leve (¿bajas calorías? ¿light? ¿descafeinado?) pero universal que tenemos los humanos.

Uno de los comentarios que en ese artículo les hacía refiere a que sufrir puede estar al servicio de conservar nuestra existencia y hasta nuestra calidad de vida.

Los trabajadores de la salud (médicos, psicoanalistas, homeópatas) nos quejamos de que algunos pacientes no responden adecuadamente al tratamiento. Cuando aplicamos las técnicas terapéuticas más efectivas, los síntomas no remiten.

La hipótesis más descabellada (para quienes trabajamos con la razón), es que el paciente no sabe que desea conservar el padecimiento del que quiere curarse.

El consultante, cuando se presenta ante el trabajador de la salud, no es una persona coherente, equilibrada, confiable. Si a algo se parece es a ese matrimonio desavenido que mencioné en primer término.

Es como si un cónyuge dijera «quíteme este dolor» y el otro corrigiera «¡ni se le ocurra aliviar esa molestia!».

Dicho de otro modo: para poder entendernos y llevarnos mejor con nosotros mismos, corresponde no olvidar que algunos malestares, padecimientos y hasta fracasos, sólo podrán curarse cuando dejen de ser necesarios.

(1) La pobreza saludable III

Artículo vinculado:

Mi novio me regaló la luna y yo le entregué mi...

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La pobreza saludable III (1)

Luchamos de forma similar contra la pobreza, el sufrimiento y el masoquismo (gozar con el dolor), sin considerar la posibilidad de que nuestra biología funciona mejor si conserva un cierto grado de insatisfacción.

La suerte quiso que Masoch fuera el elegido para representar, para ser el abanderado, quizá también el máximo exponente de algo que hacemos todos para vivir el mayor tiempo posible.

Efectivamente, Leopold von Sacher-Masoch (1836 - 1895) fue un escritor austríaco famoso por que en su novela La Venus de las pieles expone prácticas sexuales objetivamente dolorosas que el personaje utiliza para obtener placer.

Nuestra inteligencia educada según los criterios de la cultura en la que vivimos, rechaza el dolor como fuente de placer. Por eso lo buscamos de formas tan disimuladas que hasta el propio usuario del dolor cree que está siendo víctima de algún sádico imaginario.

La psiquiatría se apoderó del vocablo «masoquismo» porque fue un psiquíatra quien introdujo esa denominación en el libro titulado Psicopatía Sexual (1886, de Krafft-Ebing).

El masoquismo es la obtención de placer al ser víctima de actos de crueldad o sometimiento.

Es considerado una anormalidad, una patología, algo que debe ser tratado y curado.

Sin llegar a la búsqueda de golpes y humillaciones, podríamos admitir que alguien goce privándose inconscientemente de placeres a los que podría acceder si se lo propusiera.

Nuestra cultura rechaza que alguien disfrute privándose de gozar pero podríamos considerar que la falta de necesidades y deseos (2) puede provocar un malestar infinitamente superior a la privación de tener un buen auto, vivir en una casa lujosa, vestir ropa elegante, comer en los mejores restoranes, conocer el mundo, frecuentar divertidos espectáculos artísticos y deportivos,...

En suma: nuestra cultura dice que sufrir es patológico pero no descartemos que la buena salud dependa de contar con algunas frustraciones, carencia, infortunios.

Nota: Las imágenes aluden a que el sometimiento masoquista también se manifiesta en alhajas (collar, caravana, anillo, pulsera).

(1) La pobreza saludable II
La pobreza saludable I
(2) El aburrimiento cerebral

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La tolerancia a la saciedad

Nuestro patrimonio está determinado por cuánto podemos poseer sin perder las ganas de vivir, es decir, sin perder necesidades y deseos estimulantes.

Pueden surgir nuevas ocurrencias (hipótesis) si una idea conocida la formulamos (redactamos) de un modo diferente al clásico.

La nueva redacción de una idea antigua dice lo siguiente:

Todos somos igualmente ricos o pobres si para determinarlo nos fijamos en el nivel de saciedad y no en el valor patrimonial expresado en dólares.

Parto de la base de que Descartes estaba equivocado y que no existe un cuerpo y un espíritu, sino tan solo un cuerpo que produce manifestaciones tangibles e intangibles respectivamente.

En el supuesto materialista de que somos un organismo biológico que funciona de una determinada manera (fisiología), es posible afirmar que la necesidad o el deseo son manifestaciones dolorosas imprescindibles para que el fenómeno vida ocurra el mayor tiempo posible (1).

Por lo tanto todos necesitamos padecer las molestias provocadas por las carencias (necesidades o deseos).

Nos diferenciamos en que ese dolor es distinto para todos y en que la tolerancia al dolor también es diferente.

Lo único importante es conservar al individuo y a la especie (2), o sea que lo único importante es conservar la vida y como esta depende de que sintamos las molestias de la carencia (necesidad o deseo), todos tenemos la carencia que necesitamos.

Si lo imprescindible es tener una carencia mínima que nos excite el fenómeno vida, algunos conservan la carencia con un patrimonio de U$S 1:000.000 pero otros la conservan con un patrimonio de U$S 100.-

En caso de exceder esos topes patrimoniales el sujeto pierde a mediano plazo el interés por vivir (necesidad o deseo), se deprime, deja de producir y si no disminuye su patrimonio hasta el máximo necesario, algo le ocurre (enfermedad, accidente, suicidio) que lo mata.

(1) Los pensamientos narcóticos

(2) Sobre la indolencia universal

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¿Por qué un círculo es perfecto?

Cuando no podemos aliviar las consecuencias dolorosas de la ignorancia y la incertidumbre, inventamos hipótesis que siempre son a nuestra imagen y semejanza.

Cunde el prejuicio de que todo debe tener una explicación racional. Dicho de otra forma: es generalizada la creencia en que todo tiene una causa razonable, coherente con el resto de los acontecimientos del universo. De una forma más coloquial, existe la expresión “todo cierra”.

Nuestra mente no puede pensar si no es de forma humana (1), tomándose como punto de referencia, de medida, de comparación.

Esta creencia genera unos cuantos problemas. Por ejemplo, cuando no sabemos cómo algo ocurre, inventamos algún motivo, sin preocuparnos demasiado por su veracidad, comprobación empírica, realismo.

El caso más notorio es el origen de la vida, el origen del universo, el para qué de nuestra existencia.

Como todo lo pensamos con cerebro humano y autorreferente, entonces inventamos explicaciones con forma humana (antropomórficas). Por ejemplo, si no sabemos cuándo comenzó el universo, no podemos pensar que siempre estuvo ahí porque parece que estamos obligados a pensar que todo tiene un comienzo pues el ser humano también tiene un comienzo (nacimiento).

La incertidumbre sobre nuestra propia existencia futura nos lleva a pensar (creer, suponer, imaginar) que en algún momento todo desaparecerá (fin del mundo, apocalípsis, hecatombe) porque sólo podemos pensar que la naturaleza tiene que morir igual que los seres humanos.

Por ejemplo, ¿por qué el cerebro humano tiene como ideal de perfección el círculo o la esfera? Se podrán proponer mil respuestas, pero todas habrán de ser conjeturas, hipótesis, fantasías.

Quizá encuentre mejor explicación sobre por qué los varones tienen más poder que las mujeres, pensando en que objetivamente tienen cuerpos más grandes, forzudos, agresivos y los humanos hasta ahora hemos sido mejor persuadidos (gobernados) por la violencia que por la razón.

Artículos vinculados:

La verdad bloquea el cerebro
La naturaleza piensa como yo

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El zurcido corporal

Los mecanismos de defensa psicológicos, la autocuración (sistema inmunológico) y la cicatrización son recursos naturales que nos devuelven parcialmente la calidad de vida perdida.

La técnica del zurcido invisible se utiliza para reparar artículos tejidos dañados por un desgarro, corte, quemadura o por la polilla.

Consiste en eliminar la visibilidad del desperfecto.

La mayoría de las veces se toman hilos de otras partes del tejido sano para igualar el color y la textura de las hebras, como si se tratase de un auto trasplante.

Al finalizar el trabajo, la tela recupera el aspecto exterior que tienen las partes no dañadas (imagen 2) aunque el reverso (imagen 1) muestra las cicatrices de la reparación.

Este parece un buen ejemplo de lo que ocurre con nuestros mecanismos de defensa.

«Me desgarró el corazón» significa que se produjo una desilusión; «me quema la cabeza» significa que algo es muy preocupante; «aún no pudo cerrar la herida ...» significa que un duelo continúa provocando dolor.

El cuerpo genera un «zurcido invisible» cuando intenta aliviar el dolor de una desilusión, disminuir el estrés de una preocupación, compensar la amargura de un duelo, curar una enfermedad.

Para aceptar esta solución es preciso suspender el perfeccionismo (1). Tenemos que aceptar que nada volverá a ser como antes de la fractura y que sólo podremos lograr la mejor calidad de vida posible.

Esto vale para cualquier reparación, recuperación, restablecimiento: cuando enfermamos sólo podemos aspirar a estar mejor pero la ilusión de recuperar el estado anterior contiene las condiciones para que ocurra otra des-ilusión que provoque otro desgarro, ahora sobre el mismo «zurcido invisible».

En suma: la naturaleza dota a todos los seres vivos de recursos de auto-curación (mecanismos de defensa, cicatrización, curación) que devuelve la calidad de vida aunque no tan perfectamente como pretendemos.

(1) El control de calidad y la obsesión perfeccionista

La pereza de los perfeccionistas

El subdesarrollo feliz 

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La imaginaria unión biológica con el hijo

Reconocer que solamente lloramos las pérdidas propias permite comprender que cuando amamos nos sentimos propietarios.

Cualquier lágrima derramada demuestra nuestro dolor y nunca el dolor ajeno.

Lo que sí ocurre es que por distintos sentimientos (que genéricamente podemos denominar «fenómenos identificatorios»), algunas vicisitudes ajenas las sentimos como propias.

También ocurre que necesitamos la existencia y presencia de otras personas y por eso su fallecimiento o alejamiento nos causa tanto dolor que lloramos.

En otro artículo (1) mencionaba algo similar cuando me refería a que el amor es un sentimiento que expresa cuánto necesitamos y utilizamos al ser amado.

Las lágrimas que derramamos cuando le ocurre algo penoso a un hijo nos demuestra cuánto lo necesitamos, hasta qué punto funciona imaginariamente como una parte nuestra.

Si por alguna razón tuvieran que amputarnos un brazo o una pierna también lloraríamos.

El lenguaje nos permite la confusión.

Es correcto decir «lloro porque a mi hijo lo dejó la esposa y está desconsolado» con lo cual entendemos dos cosas:

1) que nos ponemos en su lugar solidariamente, por compañerismo, porque lo amamos desinteresadamente; o también

2) porque sentimos que fuimos abandonados por nuestra nuera (hija política), porque él vive llorando y no quiere trabajar, porque tenemos que hacernos cargo de hacerle algunas tareas que hacía ella, porque quizá vuelva a vivir con nosotros, porque tendremos que recibir a nuestro nieto por obligación y no porque queremos jugar con él, etc.

He insistido con los eventuales reclamos (explícitos o sutiles) que hacen los padres a los hijos (2) respecto a una hipotética deuda que estos tendrían con ellos. Vuelvo al tema para decir que si lloramos por las dificultades de nuestros hijos es porque los sentimos equivocadamente como propios y si no nos ayudan (pagan esa deuda) sentimos equivocadamente que una parte nuestra dejó de funcionar (amputación).

(1) «¡Hotal, qué tal! ¿Cómo me va?»

(2) La deuda imposible de pagar

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