sábado, 26 de mayo de 2018

ASÍ SOMOS – SEXUALIDAD



Los varoncitos, instintivamente, miran a una mujer con actitud productiva, porque en su cuerpo se desencadena un proceso de producción de semen que, a lo largo del día, se va acumulando en la vesícula seminal.

Las mujercitas, instintivamente, miran a un hombre con actitud consumista, porque en su cuerpo, cuando ocurre la ovulación, se produce un intenso deseo copulatorio, (base esencial de la conservación de la especie), consistente en recibir el contenido de la vesícula seminal del elegido que concurre a esa convocatoria.

Si bien todo esto ocurre fuera del control de ella o de él, muchos reaccionan violentamente cuando se enteran porque saber que es la Naturaleza la única que “hace y deshace” en nuestro funcionamiento los pone demasiado angustiados y ansiosos.

NOTA: La mayoría de los problemas psicológicos están causados por la colisión entre la realidad y lo que desearíamos.

miércoles, 16 de mayo de 2018

UN COLLAR DE PERLAS ES UN COLLAR DE PENAS



Algunos moluscos segregan nácar para encapsular algún objeto irritante (perla).
Quienes se adornan con perlas se parecen a quienes se adornan con un crucifijo: Encuentran belleza en la mortificación ajena.

viernes, 17 de julio de 2015

El talento de Mariana



 

La violencia de género es tan difícil de entender como la psicología femenina. ¿Qué puede llegar a hacer una mujer enamorada?, ¿qué puede llegar a tolerar?, ¿qué ocurre con su instinto de conservación?

Mariana reacciona como ninguna mujer podría imaginar si no está perdidamente enamorada... y cuando digo «perdidamente» lo digo en sentido literal.


Manuel fue un hijo de mármol, esculpido hasta el más pequeño detalle por una madre severísima, perfeccionista, que expulsó al marido por imperfecto e imperfectible. Ella estaba convencida de cómo debía educar a su único hijo y nadie podría haberla disuadido.

El muchacho, como él mismo decía, tenía «planta baja y primer piso». Con esto quería decir que sabía bien qué debía hacer para dejar conforme a la madre,  pero también sentía el contacto con la realidad.

Eran dos manueles bien diferentes, de los cuales la mamá conocía a uno y él conocía a los dos. Por su capacidad para alcanzar altos niveles de concentración, sabía comportarse como para que ambos personalidades no se contradijeran.

La madre había decidido que él fuera médico y ese parecía ser el destino inevitable del muchacho.

Comenzó la universidad junto con varios miles de jóvenes. Probablemente nadie como Manuel estaba tan seguro de que terminaría la carrera. Esto fue así hasta que tuvo el primer contacto con un cadáver. Una manada de fantasmas lo obligó a fijar su mirada en la vagina de la fallecida. Esto lo llenó de dudas sobre cuánto podía confiar en sus emociones. Para peor, no pudo evitar volver a la sala para tocar aquella vagina helada.

Las pesadillas que empezó a padecer pusieron a prueba la vocación que implantara la madre. En todas ellas el cuerpo real era remplazado por el de mujeres conocidas, familiares, compañeras de estudio. A todas les tocaba la vagina helada, solo que en la pesadilla el cadáver sabía lo que le estaban haciendo, abría los ojos, lo miraban con la reprobación lacerante de la madre y el terror le impedía seguir durmiendo.

La última pesadilla fue con una mujer desconocida, más joven que las anteriores, pequeña, de abundante cabellera negra. Lucía hermosa sobre la mesa revestida de azulejos blancos. Al tocarle la vagina, esta parecía viva. Al abrir los ojos, la mirada no lo acusaba. La pesadilla no fue tal. Después de varias semanas de terror, en esta ocasión pudo seguir durmiendo y amaneció descansado.

La mujer no era tan desconocida porque era una compañera de clase. Ella volvió a mirarlo con aprobación y él se sintió deliciosamente invitado a decirle algo.

— Anoche soñé contigo—, le dijo, como si la conociera. Ella se sonrojó, bajó la mirada e inconscientemente se acercó más a él.

La cafetería de la facultad estaba atestada de jóvenes alumnos y viejos profesores. El ruido era atronador. Sobresalían unas jóvenes que gritaban un «feliz cumpleaños» rodeando a un gorro alto y multicolor de alguien que supuestamente estaría ahí abajo.

Manuel sintió que ella, Mariana, le pertenecía. En el tumulto, le apoyó su mano sobre el hombro y la apretó contra sí como para ocupar menos espacio. En un impulso, la apretó aún más, le besó la mejilla e inmediatamente la comisura de los labios. Ella intentó besarlo en la boca pero no alcanzó la altura necesaria.

— ¿Vamos a mi apartamento que mi madre está trabajando y no viene hasta la tarde?—, le preguntó sin que el ruido impidiera la audición de ella.

Manuel se extrañó con qué facilidad Mariana se quitó la ropa y lo invitó a darse una ducha. A pesar de la inexperiencia, supo que ella sabía tratar con los hombres. El desempeño era propio de una prostituta... según él se las imaginaba, porque tampoco las conocía.

Lo que podría haber sido una deliciosa experiencia terminó mal. La pericia de Mariana le provocó eyaculaciones sin llegar a penetrarla. Para peor, ella lo consoló con una dulzura que le pareció burlona. Manuel sufrió un dolor en el pecho que, según pensó, podría haber sido un infarto o algún otro mal peor. No se le ocurrió pensar que estaba angustiado por el fracaso. Le tocó los labios vaginales y constató la lubricación de ella. Según había leído, Mariana realmente lo deseaba.

Esta primera experiencia fue traumática, pero ella se enamoró al verlo tan vulnerable. No se cansaba de acariciarlo y alentarlo. Le pedía que se quedara tranquilo con la eyaculación precoz pero él se ponía furioso por el consuelo.

El malestar creció más cuando intentó masturbarlo y lo hizo mejor que él. En otra ocasión le pidió para practicarle una fellatio y le provocó unas sensaciones que ningún texto había descripto. Manuel se convenció de que ella era una trabajadora sexual, pero no podía ceder a la tentación de entregarse a los cuidados eróticos de Mariana. La eyaculación precoz comenzó a atormentarlo. Los encuentros se convirtieron en temibles para una incontrolable paranoia que crecía dentro de él. El enamoramiento de ella la inhibió para imaginar lo que pasaría. Adoraba a aquel ser descontrolado por sus encantos.

Una mañana, ella llegó como de costumbre a la casa de Manuel y le notó algo extraño en la mirada. Cuando se desvistió para tomar la ducha habitual, él comenzó a golpearla salvajemente. Mariana pensó que la golpiza sería breve y entendió que no debía gritar para alertar a los vecinos. Él le daba puñetazos en el rostro diciéndole sin separar los dientes: «puta, puta, puta». Cuando ella quiso gritar ya no pudo porque se vio caer en el piso de baldosas. Él comenzó a patearla. «Puta, puta, puta». Pararon los golpes, sintió que él le abría violentamente las piernas, que le abría los labios vaginales, que introducía ambos índices para improvisar un vaginoscopio..., y que rompía a llorar. «No, no, noooo», gemía Manuel. Se acostó arriba de ella y comenzó a besarle los moretones, los cortes en los pómulos, en los ojos hinchados, en la boca sanguinolenta.

— Perdoname, Mariana. Pensé que eras puta pero sos virgen. ¡Perdoname!...

Ella, cada vez más fría, no pudo terminar de acariciar el cabello de Manuel.

(Este es el Artículo Nº 2.275)

jueves, 18 de junio de 2015

Significante Nº 2.184a




Dolor: Cuando vemos que un dolor está aumentando, nos asusta pensar, erróneamente, que ese aumento será ilimitado.

Significante Nº 2.184




dolor: El dolor imaginado es más mortificante que el padecido. Además, para el dolor imaginado no existen calmantes.

La historia de ramoncito



 
Es probable que en esta historia de amor encontremos algo que pueda ayudarnos a darle un poco más de durabilidad a nuestros vínculos amorosos.

Mariana parece haber descubierto un recurso insólito para fortalecer su vínculo matrimonial. Quizá está copiando una característica extraña que posee el vínculo de los cristianos con Jesús.
 
Entre primas, hermanas y amigas, Mariana disfrutaba de la compañía de ocho mujeres. Ella era la única que no se había divorciado.

Vivía con su ramoncito, con una actitud intrascendente, con escasos sobresaltos económicos, pero con muchos sustos por causa de los hijos. Claro que, hoy en día, una familia con seis hijos TIENE que estar un poco más estresada que la misma familia hace cincuenta años.

Puede llamarle la atención que escribí ramoncito, siendo que lo habitual es utilizar una mayúscula para los nombres propios. Lo que ocurre es que, en este caso, ramoncito no es un nombre propio, un vocativo, como dirían los gramáticos, sino un adjetivo, esto es, «un modificador del sustantivo» (como seguramente seguirían diciendo esos profesionales del habla).

Ramoncito con minúscula pasó a ser un adjetivo entre quienes lo conocían porque Mariana no dejaba de utilizar esa expresión intrafamiliar para calificar. Algo bueno, bonito, barato, eficiente, trabajador, respetuoso, incansable y buen amante era, según ella, «un ramoncito», aludiendo de este modo a su inquebrantable satisfacción con el hombre que le había tocado en suerte.

Las ocho amigas y las amigas de las amigas, se burlaban un poco de esta idolatría, pero reconocían además que Mariana era «la salud caminando», como aseguraba la gorda Helena (tres veces divorciada y a quien no le paraba un solo varón, según diagnóstico de la Pocha).

Las burlas con ramoncito también estaban cargadas de envidia. Él seguía con la costumbre de caminar con una mano sobre el hombro de ella. Al verlos caminar por el barrio, eran UN matrimonio, UNA pareja. No inspiraban pluralidad sino singularidad. No era posible ver en ellos a dos personas sino a UNA pareja.

No les he dicho hasta ahora que yo soy la hija menor de Mariana. Si ella no hubiera sido mi madre, habría sido mi mejor amiga. Creo que yo era su predilecta, aunque no fui la que le dio menos dolores de cabeza.

La quise tanto que me peleé con mis hermanos para monopolizar el cuidado en el sanatorio y en el lecho de muerte hasta que, antes de expirar, me apretó la mano y me dijo «Chau».

Nunca había oído de un moribundo que se despidiera con tanta naturalidad.

Creo que la intimidad de la sala sanatorial fue determinante para que me contara lo que hasta este relato conservé como el secreto mejor guardado. Como ahora también murió ramoncito, ya no tiene sentido mi discreción.

¿Saben cómo hacía mamá-Mariana para mantener a su ramoncito como un rey, incapaz de abdicar al reinado que solo una esposa inteligente puede conceder? Muy fácil: simulaba que la penetración anal le dolía pero que gozaba infinitamente viendo cómo él gozaba. Me dijo: «Las mujeres que simulamos gozar sufriendo por el otro, nunca somos abandonadas. Por eso tantas gritan en el parto: para que el hijo nunca las abandone».

¡Una genia la vieja!

(Este es el Artículo Nº 2.270)

¿Qué te ocurre, Mariana?



 
Quizá no sea la mejor elección que una mujer se prepare para el trabajo como si fuera un varón. Esta decisión podría ser un error estimulado por las feministas cuando se unen, sin quererlo, a los machistas. Es decir: virilizar a la mujer podría ser un error de las feministas machistas.

— ¿Cómo podés decirme «No sé, papá», con esa cara de tonta imperdonable?—, dijo Rodolfo, con el rostro fruncido por la desilusión, la bronca y vaya uno a saber cuántos sentimientos más alojados en su frustración.

— Sí, te entiendo, pero es la pura verdad. Ernesto me puede, es más fuerte que yo. Entiendo que él dice tonterías, que aporta datos falsos con la certeza de un nobel, pero me fascina. Todo mi cuerpo se derrite, se entrega—, respondió Mariana, tratando de calmar el desencanto de su padre, compañero de toda la vida, educado, hombre masculino y viril, ejemplar modelo de la especie y, sin embargo, tan diferente al varón que ella eligió para padre de sus hijos.

El hombre la vio avergonzada, con la cabeza gacha, las manos presionadas por las piernas, los pies mirándose y algo volcados, como acompañando el duelo emocional que cursaba su dueña.

La carrera universitaria de la muchacha prometía grandes cosas para ella, pero se atravesó este sujeto de lindas cejas, y todo se le complicó. «¡Malditas hormonas!», gritaba desgarrado el interior de Rodolfo.

— Podés explicarme un poco más—, casi rogó el hombre, desesperado por encontrar algo que calmara su dolor.

— Mamá me lo entendió. Es cosa de mujeres...—, comenzó a explicar la muchacha.



— Es cosa de mujeres y de hombres, porque acá el problema es cómo te deterioraste cuando apareció este pobre diablo...—, saltó el padre, desbordado por la ineficacia de las explicaciones que imaginaba de su hija.

— No es un pobre diablo, papá. Ernesto es trabajador, hace lo que puede, ...—continuó Mariana, nerviosa porque Rodolfo se notaba cada vez más irritado.

— Sí, claro, “hace lo que puede”, “hace lo que puede”, que es poco y nada. Al menos si lo comparamos con lo que vos podés hacer. ¿Cómo se te ocurre juntarte con alguien que no llega ni a la suela de tus zapatos?—, exclamó casi gritando.

La joven suspiró, sin levantar la vista, sin liberar las manos, sin enderezar los pies. Esta situación parecía no tener salida. El padre tenía razón: Ernesto era, objetivamente, un muchacho de muy pocas luces, definitivamente inculto, empleado en una tarea de baja calificación y peor remuneración. ¿Tendrían que vivir con el sueldo de ella? «¿Qué me está pasando?», se preguntaba, solidarizándose con el papá idolatrado, su dios personal, el monumento más importante de su poblado intelecto.

Para demostrar su habilidad en la parrilla, Ernesto se invitó a comer un asado comprado por ella.

En la barbacoa, comenzó el mortificante espectáculo de un muchacho que se siente el rey de la creación, la incondicional enamorada y el testigo resentido, como un pollo mojado, tratando de que su salvaje sed de justicia no tomara por el cuello al impostor.

El asador, mientras encendía el fuego, les «enseñó» al padre y a la hija la verdad del fútbol, qué debe saberse, qué no sabe la gente.

Mariana, embobada, le hacía preguntas insólitas y Rodolfo se decía «¡No puede ser!», «¡no puede ser!», «esta no es mi hija». «¿Qué hice mal?».

Para su sorpresa, el padre empezó a sentir que la situación se ponía excesivamente erótica entre los jóvenes. La actitud de la muchacha parecía al borde de la locura; el novio, entusiasmado, aumentaba el alarde de conocimiento; el suegro sintió necesidad de irse, y así lo hizo a grandes zancadas.

Incapaz de controlar su cuerpo, ella se hizo penetrar. Incendiados por Mariana, los jóvenes se unieron como leños y se devoraron.

Más desorientado que antes, el padre se vio masturbándose con la misma urgencia sexual que sintió su hija.

(Este es el Artículo Nº 2.267)