La violencia de género es tan difícil de entender como la
psicología femenina. ¿Qué puede llegar a hacer una mujer enamorada?, ¿qué puede
llegar a tolerar?, ¿qué ocurre con su instinto de conservación?
Mariana reacciona como ninguna mujer podría imaginar si no
está perdidamente enamorada... y cuando digo «perdidamente» lo digo en sentido
literal.
Manuel fue un hijo de mármol, esculpido hasta el más pequeño
detalle por una madre severísima, perfeccionista, que expulsó al marido por
imperfecto e imperfectible. Ella estaba convencida de cómo debía educar a su
único hijo y nadie podría haberla disuadido.
El muchacho, como él mismo decía, tenía «planta baja y
primer piso». Con esto quería decir que sabía bien qué debía hacer para dejar
conforme a la madre, pero también sentía
el contacto con la realidad.
Eran dos manueles
bien diferentes, de los cuales la mamá conocía a uno y él conocía a los dos.
Por su capacidad para alcanzar altos niveles de concentración, sabía
comportarse como para que ambos personalidades no se contradijeran.
La madre había decidido que él fuera médico y ese parecía
ser el destino inevitable del muchacho.
Comenzó la universidad junto con varios miles de jóvenes.
Probablemente nadie como Manuel estaba tan seguro de que terminaría la carrera.
Esto fue así hasta que tuvo el primer contacto con un cadáver. Una manada de
fantasmas lo obligó a fijar su mirada en la vagina de la fallecida. Esto lo
llenó de dudas sobre cuánto podía confiar en sus emociones. Para peor, no pudo
evitar volver a la sala para tocar aquella vagina helada.
Las pesadillas que empezó a padecer pusieron a prueba la
vocación que implantara la madre. En todas ellas el cuerpo real era remplazado
por el de mujeres conocidas, familiares, compañeras de estudio. A todas les
tocaba la vagina helada, solo que en la pesadilla el cadáver sabía lo que le
estaban haciendo, abría los ojos, lo miraban con la reprobación lacerante de la
madre y el terror le impedía seguir durmiendo.
La última pesadilla fue con una mujer desconocida, más joven
que las anteriores, pequeña, de abundante cabellera negra. Lucía hermosa sobre
la mesa revestida de azulejos blancos. Al tocarle la vagina, esta parecía viva.
Al abrir los ojos, la mirada no lo acusaba. La pesadilla no fue tal. Después de
varias semanas de terror, en esta ocasión pudo seguir durmiendo y amaneció
descansado.
La mujer no era tan desconocida porque era una compañera de
clase. Ella volvió a mirarlo con aprobación y él se sintió deliciosamente
invitado a decirle algo.
— Anoche soñé contigo—, le dijo, como si la conociera. Ella
se sonrojó, bajó la mirada e inconscientemente se acercó más a él.
La cafetería de la facultad estaba atestada de jóvenes
alumnos y viejos profesores. El ruido era atronador. Sobresalían unas jóvenes
que gritaban un «feliz cumpleaños» rodeando a un gorro alto y multicolor de
alguien que supuestamente estaría ahí abajo.
Manuel sintió que ella, Mariana, le pertenecía. En el
tumulto, le apoyó su mano sobre el hombro y la apretó contra sí como para
ocupar menos espacio. En un impulso, la apretó aún más, le besó la mejilla e
inmediatamente la comisura de los labios. Ella intentó besarlo en la boca pero
no alcanzó la altura necesaria.
— ¿Vamos a mi apartamento que mi madre está trabajando y no
viene hasta la tarde?—, le preguntó sin que el ruido impidiera la audición de
ella.
Manuel se extrañó con qué facilidad Mariana se quitó la ropa
y lo invitó a darse una ducha. A pesar de la inexperiencia, supo que ella sabía
tratar con los hombres. El desempeño era propio de una prostituta... según él se
las imaginaba, porque tampoco las conocía.
Lo que podría haber sido una deliciosa experiencia terminó
mal. La pericia de Mariana le provocó eyaculaciones sin llegar a penetrarla.
Para peor, ella lo consoló con una dulzura que le pareció burlona. Manuel
sufrió un dolor en el pecho que, según pensó, podría haber sido un infarto o
algún otro mal peor. No se le ocurrió pensar que estaba angustiado por el
fracaso. Le tocó los labios vaginales y constató la lubricación de ella. Según
había leído, Mariana realmente lo deseaba.
Esta primera experiencia fue traumática, pero ella se
enamoró al verlo tan vulnerable. No se cansaba de acariciarlo y alentarlo. Le
pedía que se quedara tranquilo con la eyaculación precoz pero él se ponía
furioso por el consuelo.
El malestar creció más cuando intentó masturbarlo y lo hizo
mejor que él. En otra ocasión le pidió para practicarle una fellatio y le
provocó unas sensaciones que ningún texto había descripto. Manuel se convenció
de que ella era una trabajadora sexual, pero no podía ceder a la tentación de
entregarse a los cuidados eróticos de Mariana. La eyaculación precoz comenzó a
atormentarlo. Los encuentros se convirtieron en temibles para una incontrolable
paranoia que crecía dentro de él. El enamoramiento de ella la inhibió para
imaginar lo que pasaría. Adoraba a aquel ser descontrolado por sus encantos.
Una mañana, ella llegó como de costumbre a la casa de Manuel
y le notó algo extraño en la mirada. Cuando se desvistió para tomar la ducha
habitual, él comenzó a golpearla salvajemente. Mariana pensó que la golpiza
sería breve y entendió que no debía gritar para alertar a los vecinos. Él le
daba puñetazos en el rostro diciéndole sin separar los dientes: «puta, puta,
puta». Cuando ella quiso gritar ya no pudo porque se vio caer en el piso de
baldosas. Él comenzó a patearla. «Puta, puta, puta». Pararon los golpes, sintió
que él le abría violentamente las piernas, que le abría los labios vaginales,
que introducía ambos índices para improvisar un vaginoscopio..., y que rompía a
llorar. «No, no, noooo», gemía Manuel. Se acostó arriba de ella y comenzó a
besarle los moretones, los cortes en los pómulos, en los ojos hinchados, en la
boca sanguinolenta.
— Perdoname, Mariana. Pensé que eras puta pero sos virgen.
¡Perdoname!...
Ella, cada vez más fría, no pudo terminar de acariciar el
cabello de Manuel.
(Este es el Artículo Nº 2.275)
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